Serie: Lo Popular (II)

El pueblo, noción polisémica

Daniel Vidart

 

El marco político que a lo largo de los siglos ha impuesto distintos sentidos a la voz pueblo (popolo, peuple, people, volk, etc.), la ha convertido en uno de los dos términos en pugna que han dado origen a una empecinada dicotomía entre gobernantes y gobernados, entre el príncipe y sus súbditos, entre los que ejercitan y padecen el poder.

En tal sentido, para seguir, desde un punto de vista contestatario, el desarrollo de la comunidad que se convierte en pueblo y del pueblo que se transforma en masa, conviene releer los planteamientos del anarquista Rudolf Rocker, autor de un libro ampliamente difundido en su época cuyo texto, publicado en 1937 en los EE.UU., había ya quedado listo en el año 1933, antes de "la espantosa catástrofe que sobrevino en Alemania".(1)

Por otra parte, un grupo de intelectuales y periodistas argentinos contemporáneos desencantados y por momentos cínicos a fuerza de soportar los azotes del poder militar y la marejada gruesa levantada por el viento de la "libre" economía del mercado mundial, dedicó el dossier de una inteligente y cáustica revista para diagnosticar, a partir de la realidad social de su patria, "la muerte del pueblo".(2)

No deseo en este momento transitar por aquel proceso multisecular, ni referirme a ese enfoque rioplatense que, si bien son relevantes, nos sacarían del carril estrecho por el que viajan estas aproximaciones a los contenidos cambiantes de las voces pueblo, cultura y cultura popular. Estos dos últimos términos, cuyas complejas mutaciones e interrelaciones aconsejan un sosegado estudio, constituyen el corazón significativo de las presentes páginas y serán ampliados en su debido turno.

El sesgo político: pueblo y Gobierno

La interpretación política pueblo supone la existencia de los mecanismos del Estado y las funciones administrativas del Gobierno. El pueblo aparece entonces como un elemento relativamente pasivo, aunque fundamental, con respecto a aquellos, dado que es la materia sobre la cual opera la gestión de las instituciones públicas.

El Estado constituye el sistema de múltiples signos y símbolos del poder que, confirmando sesgadamente lo sostenido por Kálikles(3) en la era de la sofística -escuela presocrática una y otra vez vapuleada por los historiadores de la filosofía hasta que el maestro Hegel mandó parar- son legitimados por las leyes impuestas y defendidas por los aparatos representativos y a la vez coactivos del Gobierno, sea este teocrático, autocrático, aristocrático o democrático.

El pueblo, en cuanto población, es una realidad humana sustantiva, un conjunto de personas morales e individuos físicos, culturalmente declinados, que constituye el fundamento social sobre el que se asientan los organismos del Estado y del cual surgen los miembros, no abstractos sino concretos, esto es, tangibles y sensibles, pensantes y actuantes, perecederos y renovables del Gobierno.

Metafóricamente hablando, el Gobierno viene a ser el director que procede y ordena según las disposiciones de la Constitución, la ley, el decreto -o el simple ukase del autócrata- en tanto que el pueblo, la obediente orquesta que interpreta la partitura señalada por el programa, previamente planificado o súbitamente impuesto por las circunstancias, debe estar atento a lo que ordena la batuta del mandatario de turno. El pueblo, para decirlo más brevemente, está conformado por los súbditos de un Estado, ese poderoso e irresistible Leviatán cuya autoridad se ejercita mediante sus personeros, distribuidos, a partir de la cúpula del poder, en diversas y correlacionadas instituciones públicas(4). Dichas instituciones están en manos de un grupo de autoridades -la Superioridad, según consignan los viejos expedientes- las cuales, por sucesión hereditaria o por elección, por imposición o por delegación, desempeñan los puestos de mando. El timonel (Kybernetes, y de aquí la cibernética) del Estado, que muchas veces no está a la altura de lo exigido a un estadista, se denomina Tirano, Dictador, César (Zar, Káiser), Rey, Príncipe, Dux, Presidente, Primer Ministro, Ejecutivo Colegiado, etc. si nos atenemos al nomenclator de las autoridades civiles del Occidente. En las formas, ya larvarias, ya plenamente desarrolladas, de la Polis, la Civitas, la Res publica, el Imperium, el Dominium, el Señorío o la Corte, se hallaban prefiguradas, y a veces claramente definidas, las actuales funciones del Gobierno. Estas están, y estaban, determinadas por un ordenamiento expreso o un cuerpo de costumbres que consagran los derechos (a veces muy escasos) y los deberes (a veces harto agobiantes) de los miembros del pueblo lato sensu.

El Estado constituye, en esencia, una criatura normativa invisible cuya ecceidad no debe confundirse con la de territorio, un dato natural, ni con la sede locativa de sus instituciones, un dato tectónico, en tanto que entes tridimensionales, visibles y tangibles. El Estado, es de algún modo, una especie de entelequia jurídica que presupone un país físico, una población, un espíritu nacional -aunque a veces existan varias nacionalidades dentro de un mismo Estado como en el caso de Suiza o China-, un cuerpo de convenciones (nomos) y un poder ordenador a la vez que dominador, cuya naturaleza sistémica va más allá que la simple sumatoria de esos elementos.

Por su parte, el Gobierno le confiere vida y sentido a las estructuras y funciones del Estado mediante la gestión de sus personeros. Aristotélicamente considerados, el Estado constituye la materia y el Gobierno la forma; el Estado la potencia y el Gobierno el acto.

Pero regresando al pueblo de los gobernados y al Gobierno propiamente dicho, encarnado en los conductores del barco del Estado, se comprueba que en las razones de esta ecuación social se define un sordo o patente antagonismo fundamentado en la carencia de poder coactivo de los más y el ejercicio de dicho poder por parte de los menos. El Gobierno, de tal modo, manda, y el pueblo obedece, o se supone que debe obedecer.

Pero ¿hasta dónde? Un pueblo que soporta un pésimo gobierno, el cual lo oprime tiránicamente, ¿tiene o no derecho a la insurrección? ¿Ha de acatar las decisiones caprichosas o vandálicas emanadas de un poder dictatorial, impuesto a sangre y fuego? ¿O puede sublevarse contra un "orden" que solo contempla los intereses de una cúpula gobernante e instaurar, revolucionariamente, un nuevo "orden" que atienda los reclamos de las masas sojuzgadas y desposeídas? Una de las posibles respuestas históricas, hija de una doxa personal fundamentada en la teoría política del pensamiento europeo, proviene del discurso de Abraham Lincoln quien, al asumir la presidencia de los Estados Unidos en 1859, expresó: "Este país, con sus instituciones, pertenece al pueblo que lo habita. En caso de que el pueblo esté descontento con el gobierno existente puede ejercer el derecho constitucional de modificarlo o su derecho revolucionario de desmembrarlo o destruirlo". Las otras respuestas, la de la praxis, han sembrado los campos de la historia con los emblemas de la frustración -la jacquerie medieval, por ejemplo- o con la efectiva toma del poder por las masas, según lo enseñan los resultados iniciales de las revoluciones soviética, china y cubana, para atenernos solamente a hechos históricos de nuestro siglo y sin apelar a juicios de valor alentados por actitudes ideológicos o dogmáticas.

En la actualidad muchas de las Constituciones por las que se rigen los Estados democráticos existentes declaran que el pueblo es el soberano. Se trata, como veremos, de una herencia del pensamiento rousseauniano, si bien hay antecedentes medievales que conviene no olvidar(5). Pero esta aserción solo figura en el papel. La democracia representativa, ya que la directa es inconcebible en las poblaciones millonarias, establece una clara diferencia entre el pueblo y sus "representantes", encargados de la legislación y las decisiones ejecutivas. A veces el foso que separa dichos sectores es muy ancho. El pueblo, el tan llevado y traído Juan Pueblo de las apologías y las detracciones, conforma el vasto muestrario social de los que, a lo largo del tiempo, han confiado su defensa a instituciones consultivas, defensivas o de ayuda mutua -el plebiscito, los sindicatos, las cooperativas de distinto tipo, por ejemplo- cuyo real ejercicio, según sostienen los valedores de la voluntad y organización populares, podría, sin alterar la paz pública, equilibrar los excesos, errores, omisiones o desviaciones del poder central. Pero este aspecto, con ser muy significativo, no puede ser desarrollado en este puntual contexto. Lo que ha quedado claro, así lo espero, es la existencia del enfrentamiento dialéctico entre pueblo y gobierno, entre los que mandan y los que son mandados, entre los de arriba y los de abajo.(6)

Una postergada fuerza de trabajo

Otro sentido de la voz pueblo se orienta decididamente hacia la variable económica del concepto. De tal modo debe entenderse que el pueblo, por oposición a las clases "altas", es aquel sector integrado por los elementos más desamparados de la sociedad -encubiertos bajo el mote filantrópico y despistador de "los humildes"- que viven del trabajo físico, del cotidiano ejercicio corporal o manual. En este último caso es oportuno anotar que en los inicios de la Revolución Industrial en Inglaterra a los trabajadores se les denominaba hands: no eran men, no eran persons, eran solamente "manos".

Los oficios desempeñados por estos sempiternos "laburantes" no se consideraban liberales, término que en la Edad Media designaba a las profesiones propias de los hombres libres, sino serviles. Hoy todavía continuamos hablando de profesiones liberales y de oficios manuales, atenuando en este último caso el rigor del calificativo medieval.

Lo mismo sucedía en la antigüedad clásica. En plena democracia griega los esclavos eran legión. Las labores más bajas -salvo los casos en que la inteligencia o eficacia del esclavo lo emancipaba del ejercicio de la fuerza bruta- estaban en manos del andropon, un remedo de hombre, un autómata con forma semejante a la de los seres racionales, cuya justificación aristotélica de su condición natural de esclavo, alcanzó mucho más tarde, en los razonamientos de Ginés de Sepúlveda, al indio americano. El caudal cuantitativo de esclavos, que constituía la mitad de la población de la polis helénica, y a veces la sobrepasaba, daba vida y ejercicio a la megamáquina humana. Por dejar el trabajo -voz romana de trepalium, un tormento infligido con tres palos- librado a los músculos de la gente menuda y, de paso, salir a la caza del doble botín de la filosofía y del arte, de la inteligencia y la sensibilidad, los pensadores y artistas griegos, y con ellos los ciudadanos ociosos, descuidaron el diálogo creador con las materias primas. En consecuencia, el desarrollo de las técnicas encargadas de transformarla, esto es, las hylotécnicas, fue escaso. Y lo mismo sucedió con la creación de máquinas, esos artificios mecánicos que, según la etimología de la voz mechané, engañan a la naturaleza, al punto de que su número estaba en relación inversa con las potencialidades inventivas de la mentalidad griega.

Pero no todos los que trabajaban de sol a sol, lidiando con el universo de las cosas que denotan la resistencia de la materia, eran esclavos. Había ciudadanos que desempeñaban groseros menesteres: los campesinos, los artesanos, los "toderos" o siete oficios constituían la innumerable grey que, cotidianamente, lidiaba con la extensión y gravedad de la physis. El gorgós que labraba la tierra como Hesiodo, el ergátes que picaba la piedra como el padre de Sócrates, el técton que levantaba las casas ajenas, el keraméus que fabricaba cacharros, el erétes que remaba horas y horas sin descanso, el bánausos sedentario que realizaba sus tareas junto al fuego, y otros operarios manuales, formaban parte de un esforzado estrato laboral cuyo sacrificio no fue por cierto celebrado por los filósofos y poetas de su tiempo, quienes desdeñaron expesamente los "viles" oficios de aquellos griegos de tercera categoría. Por debajo de ellos, todavía, se encontraban los thètes, los ocasionales y sufridos ganapanes.

Dichos thètes, integrantes del ochlos -la turba- constituían el ejército laboral de reserva representado por los oí polloi, los muchos, esto es, las herrumbradas limaduras de pénia, la pobreza, la sumergida gente aquejada por pónos, la fatiga.(7)

Los anteriores ejemplos, que pueden ser extendidos al nacimiento del proletariado en los comienzos de la Revolución Industrial, a los coolies del Oriente y a la masa contemporánea de braceros asalariados del Tercer Mundo, dan cuenta de este especial sentido conferido a la voz pueblo. El pueblo, en consecuencia, está formado por la gente trabajadora, por la legión de operarios que se valen de su fuerza muscular y destreza manual para desempeñar los oficios menos remunerados y menos apreciados, aunque todavía insustituibles, de la escala laboral.

Las clases subalternas

El pueblo puede también ser definido como una "clase subalterna". Este concepto social, que supone la complementaria existencia de una clase dominante -recuérdese la hegeliana pareja del amo y del esclavo-, fue expresamente desarrollado por el pensador marxista italiano Antonio Gramsci, quien entrará nuevamente en escena cuando me refiera a la ubicación y rasgos de la cultura popular.

El pueblo, según Gramsci, está constituido por "el conjunto de las clases subalternas e instrumentales de cada una de las formas de sociedad hasta ahora existentes".(8)

Este concepto es excesivo. Puede regir en aquellos regímenes político-sociales donde exista una comunidad estratificada, sea un señorío indígena, como en el caso de los Moche o los Nazca preincaicos de la antigua costa peruana, sea un Estado contemporáneo. Pero no se puede proyectar este modelo a la paleohistoria de los cazadores-recolectores ni a las pocas comunidades arcaizantes, mal llamadas "primitivas", todavía subsistentes. Quienes hoy aún viven de la caza, de la pesca y de la recolección, o quienes lo hicieron antes del advenimiento de la agricultura y de la propiedad de la tierra, acaparada por una minoría dominante, según estableciera Engels a partir de su lectura de Morgan(9), constituyen sociedades igualitarias.

No hay oprimidos ni explotados entre los bosquimanos, por ejemplo. Esta etnia sudafricana que nomadiza en los bordes del desierto de Kalahari, ha sido objeto de múltiples descripciones e interpretaciones. Richard Lee, uno de los más lúcidos investigadores de los Kung san (es decir los verdaderos hombres, como ellos se autodenominan) se aparta expresamente de "la concepción hobbesiana" y evita retrotraerlos al "Jardín del Edén". Si bien estos frugales y hábiles recolectores y cazadores no tienen casi utensilios, su cultura espiritual es rica y expresiva. Al referirse a la transparencia del aire nocturno, tachonado por millares de astros resplandecientes que los hombrecillos de esta etnia pigmoide contemplan con admirado embeleso, el citado autor dice: "Las estrellas tienen una incomparable hermosura en la noche gracias a la atmósfera cristalina del desierto, que muestra a la Vía Láctea trazando un arco luminoso en el cielo. Existen buenas razones, pues para que los Kung la denominen Kuo Ko Komi, es decir, espina dorsal del cielo".(10) Los "salvajes" no son lo que los civilizados suponen. Arraigadas creencias en entidades espirituales todopoderosas, poesía instintiva a flor de palabra, sabia y cifrada filosofía de la vida, sorprendentes concepciones del espacio, del tiempo y del Cosmos, confieren a sus culturas un vuelo creativo y simbólico que recién ahora, cuando la extinción de estos "contemporáneos primitivos" aparece como inevitable, se está develando, con asombro, por parte de los hombres de Occidente.

Entre estas gentes, no tan simples ni tan obtusas como nuestro orgulloso etnocentrismo lo ha decretado, no existe ni lo tuyo ni lo mío. Viven en una especie de País de Jauja, cuyos rasgos ha exaltado casi ditirámbicamente Marshal Sahlins.(11)

Dicho igualitarismo llamó poderosamente la atención a los europeos del Renacimiento quienes, al tener noticias de las pacíficas y afables comunidades indígenas del archipiélago antillano, escribieron conceptos como los que transcribo: "Pero me parece que nuestros isleños de La Española son más felices que aquellos los pobladores del antiguo Lacio que encontró Eneas con tal que reciban la religión; porque, viviendo en la Edad de Oro, desnudos, sin pesos ni medidas, sin el mortífero dinero, sin leyes, sin jueces calumniosos, sin libros, contentándose con la naturaleza, viven sin necesidad alguna del porvenir".(12)

Quien escribiera los anteriores conceptos, el humanista italiano Pietro Martire D’Anghiera (Pedro Mártir de Anglería) residente en España, donde oficiaba de preceptor de los jóvenes nobles en la Corte de los Reyes Católicos, solo captó el aspecto inocente, idílico, que a su parecer tenían aquellos habitantes del Nuevo Mundo, si bien también advirtió que "les atormenta la ambición del mando y se arruinan mutuamente en guerras".(13) Pedro Mártir de Anglería no tenía ni la formación intelectual ni el entrenamiento antropológico, inexistentes en el siglo XVI, aptos para discernir los rasgos económicos y sociales de comunidades agrarias en las que ya existía una cúpula del poder y, en consecuencia, donde la tal Edad de Oro constituía un trasnochado mito traído a cuenta por su erudición libresca. Donde no hay señoríos, es decir, donde no han surgido aún la estratificación social impuesta por el cultivo, la propiedad privada de la tierra y la concentración del mando en una cúpula despótica, los pequeños grupos de cazadores-recolectores, que en verdad viven más de la recolección que de la caza, funcionan en un plano de sorprendente igualitarismo, contrariando así el anterior juicio de Antonio Gramsci.

Pueblos naturales y pueblos culturales

Una cosa trae la otra. Ya que se ha mencionado a los "salvajes" que aún perseveran en la caza y la recolección, es el momento de mentar una distinción que tuvo una amplia resonancia en la literatura antropológica alemana a fines del siglo pasado. En efecto, los historiadores, geógrafos y etnógrafos que se ocuparon de la clasificación de los pueblos de la Tierra distinguieron a los pueblos naturales (Naturvölker) de los pueblos culturales (Kulturvölker). Tal distinción figura en un famoso libro de Ratzel y es expresamente utilizada por Vierkandt en un estudio sobre el tema.

Ratzel dice juiciosamente que las expresiones "salvajes, pueblos primitivos, lower races y otras análogas significan más de lo que con ellas se quiere indicar; la de los pueblos naturales, por el contrario, no dice otra cosa que pueblos civilizados, y viene a significar más bien una diferencia en la manera de vivir, en las cualidades morales, que una diferencia de estructura corporal, y como tal nombre nada prejuzga en este sentido…"(14)

Vierkandt va más allá. Los pueblos naturales, según su juicio, "no tienen historia", su cultura se fundamenta en la naturaleza y su conciencia es "un reflejo" de la misma. Deben ser estudiados, por lo tanto, según las indicaciones metodológicas y lógicas que imperan en las ciencias naturales. Los pueblos culturalizados o civilizados, por lo contrario, tienen historia y una personalidad independiente, que los sustrae de la exclusiva fuerza del instinto. Esta "cualidad superior" les permite efectuar cambios cualitativos, es decir, manifestar una clara tendencia hacia el progreso. Su estudio ha de ser practicado, por consiguiente, según el método de las ciencias históricas.(15)

Vierkandt acoge la terminología de Ratzel al introducir entre ambas categorías la de los Halbkulturvöker, o sea los pueblos semicivilizados. Si bien los griegos y los pueblos del Occidente, a su juicio, conocieron la civilización, deben ser incluidos en el casillero de semicivilizados los antiguos romanos, los chinos, los japoneses, los mongoles, los indostánicos, los árabes, los judíos bíblicos y otros pueblos del pasado que pisaron los umbrales de la civilización sin traspasar sus límites. Dichos límites fueron especificados por Ratzel con absoluta claridad: "para nosotros la civilización no es más que nuestra civilización", es decir, la europea del orgulloso e imperialista siglo XIX.

No es feliz esta afirmación entre pueblos naturales y pueblos culturales. Todos los pueblos del mundo tienen cultura, si bien existen distintas relaciones entre ellos y la naturaleza. Los pueblos que han llegado a la etapa de la civilización maquinista, apoyada por el saber académico, han interpuesto entre la naturaleza y sus cuerpos una densa red de artefactos y mentefactos. Sin embargo, vivir en estrecho contacto con la naturaleza no significa que la cultura de un pueblo sea natural, o sencilla, o guiada por las fuerzas adaptativas del instinto. Los aborígenes australianos, por ejemplo, cuya tecnología se encuadra en una especie de paleolítico, poseen un sistema de parentesco tan complicado y sutil que las sociedades alfabetizadas e ilustradas del Occidente son incapaces de comprenderlo y menos de aplicarlo. No se debe, por lo tanto, juzgar el grado de desarrollo mental y moral de los pueblos a partir de sus conquistas materiales y la existencia de una tecnología científica. El Ser espiritual, creador de continentes mágicos, altamente sensible, rico en imaginación simbólica, en encanto mítico y sacralidad ambiental, revela una dimensión cautivante y conmovedora en la cultura prealfabetas. El mero Tener, en el orden de las cosas, o la existencia de instituciones complejas, en el orden de las estructuras sociales, solamente apunta a bienes y valores (o desvalores) consagrados por las formaciones socioeconómicas del mundo capitalista y "desencantado" (Max Weber) del Occidente.

Claro está que la adquisición de la escritura, esa memoria letrada de la especie, concede a las culturas alfabetizadas una dimensión histórica metageneracional, extratemporal aunque generalmente infiel a la praxis real de los hombres, que va mucho más allá de la tradición tribal, o a la evocación de los gerontes junto al fuego. Por ello hay que especificar de qué "historia" se trata cuando se habla, descuidadamente, de "los pueblos sin historia". La historia aludida en dicho caso no es otra que la historia escrita, que puede ser denominada también grafohistoria. Esta constituye la versión abreviada de la praxohistoria, de la historia acontecimiento, de la historia fenoménica que, según Carl Becker, se convierte en fáctica al ser escrita. Tal procedimiento determina en la mayoría de los casos, si no en todos, que sea maleada por la carga de prejuicios o deformaciones ideológicas de quienes la perpetúan en el libro, al precio de una inevitable jibarización simplificadora que se suma a la interpretación subjetiva de los acontecimientos relevantes del pasado.

Un concepto semiótico

Llegamos así al penúltimo escalón en materia de explicaciones sobre lo que es (y no es) el pueblo. Nos sale aquí al paso un abstracto concepto semiótico propuesto por Karl Deutsch en uno de sus libros sobre temas políticos. Dicho concepto expresa lo siguiente: "Un pueblo es un grupo con hábitos de comunicación complementaria, cuyos miembros tienen generalmente el mismo idioma y una cultura similar, de modo que todos los miembros de dicho grupo humano asignan a las palabras idénticos significados. En este sentido un pueblo es una comunidad de significados compartidos."(16)

En esta definición el continente es sustituido por sus contenidos. Dichos contenidos se pueden aplicar, con más propiedad, a los rasgos intangibles, simbólicos, afectivos, que caracterizan a una nación. Pero si nos conformamos con los acentos semióticos, que Deutsch atribuye al pueblo, se advierte que nos hallamos ante un neutro concepto global. Este autor no efectúa cortes clasistas en el grande y complejo colectivo del pueblo ni establece distinciones entre los ricos y los pobres, los gobernantes y los gobernados, las élites del poder y los humildes -y humillados- del común. Apunta, sobre todo, a las virtudes comunicativas de una misma lengua, olvidando que a veces es muy difícil que el sector campesino de la población pueda entenderse con el sector académico de ella. En las sociedades polinesias actuales, al igual que en la francesa del siglo de los salones cortesanos del siglo XVIII, existe un lenguaje honorífico, utilizado por las clases dominantes, y otro "ordinario", propio de los dominados, ininteligibles el uno para el otro. Dichos fenómenos de disglosia, altamente generalizados, separan en compartimentos estancos a quienes manejan distintos lenguajes en un mismo país, a saber: los patois de las clases sumergidas, agolpadas en los suburbios, y la complicada cuanto erudita parla de los científicos, literatos e intelectuales ciudadanos. De todos modos el criterio de Deutsch nos pone en contacto con el gran tema de la cultura, interesadamente manejado por las élites de las sociedades estratificadas. Pero antes de entrar en ese campo debemos encarar los problemas, una y otra vez planteados por las sociedades tradicionales de todos los tiempos, cuyos acentos arcaizantes han proporcionado una rica materia cultural al folk de los ingleses y el volk de los alemanes. Será el objeto de mi próxima contribución a relaciones.

Referencias

1. Rudolf Rocker. Nacionalismo y Cultura (1937). Editorial Americalee, Buenos Aires, 1954.

2. Página 30. Revista Mensual de Página 12. Nº 34, La muerte del pueblo. De la Unidad Popular al carnaval de las tribus (Ensayos de diversos autores sobre la actualidad política y social argentina contemporánea). Buenos Aires, mayo 1998.

3. "…a mi parecer la naturaleza misma demuestra que lo justo es que el más fuerte exceda al más débil, y el más poderoso al impotente. Y de muchas maneras es evidente que es así, y entre los otros animales y entre todos los Estados y las razas de los hombres, pues tal es el criterio de lo justo: el dominio y el predominio del más fuerte sobre el débil." Anteriormente Kálikles había expresado que "quienes han hecho las leyes son los débiles y las muchedumbres". Platón, Gorgias, 482-3.

4. Ver al respecto Walter Ullman, Principles of Government in the Middle Ages. Methuen & Co. London, 1961.

5. Una definición de Estado y, a la par de Gobierno es, entre las muchas ofrecidas, la siguiente, cuya claridad y concisión confirman lo por mi expresado en el texto de esta nota: "Estado. Agente, aspecto o institución de la sociedad autorizado y pertrechado por el empleo de la fuerza, es decir, por ejercer un control coercitivo. Dicha fuerza puede ser ejercida, en tanto que defensa del orden, sobre los propios miembros de la sociedad o contra los de otras sociedades. La voluntad del Estado es la ley y sus agentes son los que redactan las leyes e imponen su cumplimiento. Tales agentes constituyen el Gobierno. Debe distinguirse cuidadosamente entre Estado y Gobierno. El primero comprende las tradiciones, los instrumentos políticos tales como las Constituciones y Declaraciones de Derechos, y toda la serie de instituciones y convenciones relacionadas con la aplicación de la fuerza. El segundo está constituido por un grupo de personas a quienes se ha confiado la responsabilidad de hacer cumplir los fines del Estado, otorgándosele para ello la autoridad necesaria". Henry Pratt Fairchild (Editor) Dictionary of Sociology. Philosophical Library, New York, 1944.

6. Acerca de la génesis del Estado y el gobierno desde el punto de vista antropológico consultar Elman R. Serviee, Origins of the State and Civilisation. The Process of Cultural Evolution. W.W. Norton & Co. New York, 1975. Conservan su valor los planteamientos sociológicos de Max Weber, desarrollados en The Theory of Social and Economic Organization, Free Press, Glencoe, 1947. Los tratados de Derecho Constitucional exponen los caracteres jurídicos del Estado y del Gobierno, en tanto que instituciones políticas. A ellos me remito.

7. Sobre las clases postergadas en la antigua Hélade consultar M.I. Finley, Politics in the Ancient World, University Press, Cambridge, 1983. Siguen teniendo vigencia los antiguos estudios de G. Glotz. Le travail dans la Grèce antique. Alcan, París, 1920, y P. Cloché, Les classes, les métiers, le trafic, Belles-Lettres, París 1931.

8. Antonio Gramsci, Literatura y vida nacional. Juan Pablos, Editor, México 1976. (En especial el cap. VI, Observaciones sobre el folklore).

9. Federico Engels, Origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado (1884). La España Moderna, Madrid, s/f Comparar la visión engeliana de las sociedades arcaicas con las ideas de otros autores, expuestas en el cap. 16 (Conclusiones negativas), del citado libro de Service.

10. Richard E. Lee. The Kung san. University Press, Cambridge 1979.

11. Marshall Sahlins. Tribesmen. A study of segmentary society. Prentice Hall, Englewood Cliffs (N.J.), 1968; Stone Age Economics, Aldine, New York 1972.

12. Pedro Mártir de Anglería, Décadas del Nuevo Mundo. Editorial Bajel, Buenos Aires 1944.

13. Id. Ibid.

14. Federico Ratzel. Las razas humanas, T. 1º. Montaner y Simón Editores, Barcelona 1888. El título en español modifica, tergiversándolo, el de la obra original (Völkerkunde), cuya primera edición alemana data de 1865.

15. Alfred Vierkandt. Naturvölker und Kulturvölker. Ein Beitrag zur Sozialpsychologie. Duncker Verlag, Leipzig 1896.

16. Karl W. Deutsch. Politics and Government. Houghton Mifflin Co. Boston 1970.

 

 

Lo Popular

Artículos publicados en esta serie:

(I) Populus, pueblo, folk (Daniel VIdart, Nº 175)

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