Serie: R-educación (XI)

La escuela moderna

Ana María da Costa

El deseo de modernidad lleva una fe ciega en la educación experimental. Pero también ella limita a los niños.

En las sociedades industriales contemporáneas parece estar casi siempre presente el imperativo de que seamos, o que por lo menos nos veamos como modernos. Tal imperativo, que es el resultado de los acelerados procesos de cambio que caracterizan esas sociedades, se vuelve particularmente visible en las grandes ciudades donde los nuevos valores, comportamientos y formas de relacionamiento, son acogidos calurosamente y, en general, sin evaluaciones, cuestionamientos o análisis más profundos.

Una escuela como una cárcel

La ausencia de un mayor distanciamiento crítico en relación a la modernidad tiene por lo menos una consecuencia bastante seria desde mi punto de vista: hace que todo aquello que es nuevo -el casamiento sin cohabitación, la producción independiente, la antigimnasia, etc.- sea frecuentemente percibido como aquello que es bueno, liberador, legítimo, deseable y verdadero, comparado con lo que es visto como tradicional.

Un buen ejemplo de eso es la percepción que tienen los adultos de hoy, de las escuelas modernas como revolucionarias y liberadoras comparadas a las tradicionales, en las cuales ellos mismos estudiaron 20 o 40 años atrás. En la visión de estos adultos, la escuela tradicional (de las décadas del 40 al 60) era una especie de prisión donde los alumnos eran inmovilizados, cercados y sofocados por las reglas del buen comportamiento (había un comportamiento cierto y claramente definido para cada situación), por diversos procedimientos disciplinarios (castigos, expulsiones de clase o de la escuela, etc.), y por la exigencia de reproducción de un saber tenido como legítimo (aquel que hacía que devorásemos libros enteros para vomitarle al profesor su contenido en el momento de pruebas y exámenes).

Esa visión ciertamente no es infundada. En aquella época, hombres, mujeres y niños representaban papeles (de padre, madre, profesor, alumno, hijo o hija mayor, hijo o hija bebé, etc.) de contornos bastante nítidos, los cuales eran definidos socialmente y eran relativamente impermeables a las conciliaciones.

El tipo de lenguaje utilizado en las relaciones entre personas que ocupaban esos diversos papeles reflejaban y reproducían ese estado de cosas. Era el lenguaje de las normas, de los límites, de las amenazas, de los castigos, en forma resumida, de la autoridad respaldada en la posición de quien detenta el poder en determinada situación y no de las características personales de quien participa de ella.

Había muy poco espacio, tanto en la escuela como en otros lugares, para la verbalización de estados y pensamientos íntimos. Otras formas de expresión individual como la pintura, el dibujo o los trabajos manuales también eran mantenidos dentro de patrones estéticos rígidos. Se reproducía en vez de producir (¿Quién no pasó en aquella época por la experiencia de calcar dibujos en vez de crearlos a partir de su imaginación?).

En tanto, un análisis más profundo de ese tipo de contexto vuelve evidente que la percepción que se tiene de la escuela tradicional de algunos años atrás como, únicamente, represora, autoritaria e inhibidora corresponde solamente a una parte de lo que en ella acontecía.

Tal análisis permite, por ejemplo, discernir que aquellos que son hoy vistos como carceleros -los profesores, inspectores y directores de entonces eran por lo menos parcialmente ciegos en relación a varios aspectos de los alumnos. Aliado al hecho de que a cada profesor, director o inspector le cabía la responsabilidad de cuidar de un gran número de niños, lo que impedía la instauración de relaciones más individualizadas con los mismos, el rígido control que esos profesores ejercían sobre los aspectos más públicos del comportamiento de sus alumnos tenía consecuencias muchas veces difíciles de percibir.

Sometidos a ese tipo de control, los alumnos actuaban de forma relativamente típica y, siendo así, al equipo de profesionales de la escuela no le era posible entender lo que pasaba en la intimidad de aquellos cuyo comportamiento controlaban. Los deseos, fantasías, sentimientos más íntimos de los alumnos estaban, por lo tanto, a salvo de cualquier tipo de inspección y control.

Hoy, los valores y las normas del 50/60 son, al menos aparentemente, cosa del pasado. Nuestra sociedad, que era tradicional, se modernizó y pluralizó en poco tiempo. Las normas y los valores se fragmentaron... Hombres, mujeres y niños no entran más en papeles que les son socialmente impuestos. Muy por el contrario, la progresiva pluralización y complejización de nuestra sociedad hacen que tengan que construirlos individualmente a partir de sus experiencias con diferentes universos de valores.

Y tal construcción es, casi invariablemente, por lo menos es esas camadas medias, vista como positiva. Ella es un símbolo de modernidad y, como tal, percibida como un avance en el sentido de darnos a todos más libertad y espacio para desarrollar y poner en práctica nuestra individualidad.

Las escuelas modernas

Ese espacio para el ejercicio de una mayor libertad individual, así lo creen varios adultos de hoy, debe ser dado a los niños desde el inicio de la vida. Surgen de ese modo, a partir de un determinado momento en nuestra historia reciente, las llamadas escuelas modernas (o experimentales) que enfatizan justamente la cuestión de espacio para el desarrollo, tanto en su aspecto físico cuanto psicológico.

Nuevas metodologías de enseñanza, generalmente apoyadas en teorías de cuño psicopedagógico, emergen para atender esa creciente necesidad de autocentramiento que deviene de la pluralización de universos de valores.

Se torna imperioso enseñar al niño a construir sus propios modos de inserción en el mundo, inserción ésta que sólo será posible a través de múltiples negociaciones de papeles en una sociedad cada vez más compleja y plural.

En esas nuevas metodologías se dispensa al alumno una atención individualizada a través de, entre otros procedimientos, un aumento del número de profesionales que a él se dedican. Además de eso, se da al niño amplia libertad de expresar sus voluntades, capacidades y creatividad.

El lenguaje utilizado en ese contexto pasa a ser aquel que posibilita la comunicación entre dos seres diferentes en términos no solamente de sexo, edad y posición en la escuela, sino principalmente en términos de sus características personales. Otras formas de expresión como la pintura, el dibujo y los trabajos manuales pasan a ser utilizados de forma que el niño pueda dar salida a sus sentimientos, fantasías y deseos. Los patrones estéticos rígidos son abandonados.

El niño pasa a producir en vez de reproducir.

En ese tipo de contexto el alumno se siente libre y generalmente expresa lo que le es más íntimo sin mayores inhibiciones ni obstáculos. Muchos adultos independientemente de ser profesionales de la enseñanza o simplemente padres, se regocijan con ese nuevo estado de cosas y creen haber finalmente liberado a los niños de sus antiguos grilletes.

En la ausencia de un mayor distanciamiento crítico, es ciertamente difícil percibir que el control y la vigilancia no desaparecen y que, al pasarnos de la escuela tradicional para la escuela moderna, simplemente alteramos el tipo de control y vigilancia al que sometemos a nuestros niños.

El hecho es que, en tanto en la escuela tradicional se vigilaba y se controlaba lo que el niño hacía, ahora se vuelve posible controlar y vigilar lo que el niño es. Es necesario que percibamos que, en un contexto de amplia libertad de expresión, en presencia de observadores entrenados y atentos, los deseos, sentimientos y fantasías más recónditas de los niños están tan escondidos como antes. Se vuelven pasibles de observación y, por lo tanto, pueden convertirse en objetos de control.

Esa constatación nos pone delante de por lo menos una pregunta básica.

Ya que parece no ser posible haber educación sin vigilancia y control, ¿por cuál tipo de vigilancia y control optaremos en la educación de las nuevas generaciones?


R-Educación

Artículos publicados en esta serie:

(I) Constructivismo y educación (Sergio R. Kieling Franco, N° 109).
(II) El sexto año escolar (Héctor Balsas, N?).
(III) Formación lingüística. Maestro de la Frontera (A Menine Trinidade, L. E. Behares, M. Costa Fonseca, N° 118)
(IV) La formación a distancia (Santiago Agudelo, N° 124)
(V) Desarrollo y educación (Mariluz Restrepo, N?)
(VI) Calidad de la educación (Mariluz Restrepo, N° 133)
(VII) Informática y educación ( Elida J. Tuana, N° 136)
(VIII) La computadora en la escuela ( Rosa Márquez N° 137)
(IX) Informática y educación (Elida J. Tuana, N° 138)
(X) Los puntos sobre las íes y las jotas (Héctor Balsas, N° 147)

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