Hacia la estrategia viral en el fin del milenio

 

Gabriel Eira

Cuerpo y subjetividad

 

El cuerpo es "lo que tiene extensión limitada, es impenetrable y hiere nuestros sentidos". De este modo se inicia el apartado de dos páginas y media que el Diccionario Enciclopédico Ilustrado de la Lengua Española, de Editorial Ramón Sopena reserva para el vocablo "cuerpo".

 

Cuerpo en tanto corpus. Territorio y objeto a la vez. Dicho de otro manera: territorio objetivado. Los cuerpos son aquellas "cosas" pasibles de ser descritas como unidades en sí mismas, lugares concretos para los que hemos construido fronteras específicas que delimitan el "afuera" del "adentro", espacios definidos en torno a una identidad interna contrapuesta a una ajenidad externa, lo local como opuesto a la extranjería.

Así, hemos optado por nominar bajo el vocablo "cuerpo" a aquellos dominios a los que insistimos en percibir como cerrados, al menos hasta cierto límite, y adjudicamos a tal percepción (como consecuencia de su uso cotidiano) una dimensión ontológica difícil de eludir: curioso proceso por el cual se naturaliza lo que, en definitiva, no deja de ser una compleja elaboración abstracta.

 

LA PERSPECTIVA

 

Quien define al objeto no es más que el sujeto, en un juego binario en el que el segundo define al primero como un "no-yo". Vale atender a esta perspectiva. Si se me concede este punto, es posible avizorar la falacia de toda posible frontera entre ambos términos del binomio. Toda aproximación objetal, toda comprensión, toda analítica, no puede dejar de ser subjetiva. Ello resulta del propio origen del objeto, que lejos de ser "natural" es construido por el sujeto que lo define como tal. En este sentido, la frontera entre el adentro y el afuera estalla a partir del momento en que accedemos a comprender que la misma no es más que el resultado de un complejo proceso en el cual ambos territorios se elaboran en los procedimientos técnicos de las factorías del pensamiento.

Para pensar esta dimensión, acude en nuestro auxilio la noción de "subjetividad" entendiendo por tal a todos aquellos procesos referentes al sujeto y -por ende- a los objetos por él construidos. Si bien posee una dimensión singular, la subjetividad es una construcción eminentemente colectiva, resultado y resultante de una trama múltiple que se inscribe en la multiplicidad de la diagramática social. Son las formas de existencia que se da el animal humano, de pensamiento, de pragmática, de hermenéutica.., "un pliegue del afuera en el adentro" como hubiera dicho Michel Foucault.

Es desde esta perspectiva que me propongo exponer algunas ideas en torno a ciertas modificaciones que se están procesando en nuestras sociedades de fin del milenio frente a la noción de "Cuerpo", analizador tal vez privilegiado a la hora de comprender el devenir contemporáneo en la subjetividad occidental. En tanto construcción, el objeto que motiva este trabajo ha sufrido cambios substanciales, fundamentalmente a partir de la década de los setenta, que se traducen en nuevas estrategias sociales, en novedosos abordajes clínicos, en formas específicas de pensar y pensarse. En otras palabras: la forma en la que nos posicionamos frente a los cuerpos da cuenta de formas específicas de subjetividad y de las diagramáticas que les son inherentes.

 

Cuerpo y Sociedades Disciplinarias:

 

Están los cuerpos físicos, los volumétricos, los astronómicos, los geográficos... Los políticos y los sociales. Cuerpos jurídicos y disciplinarios. Militares, eclesiásticos, facultativos, ideológicos y filosóficos. A los elementos químicos los hemos llamado "cuerpos simples". Pero sobre todos ellos los cuerpos biológicos, entendiendo por tales a la parte material de los seres vivos, al somma, que nos remite al cuerpo humano y que, tal vez -en función del ombliguismo que ha caracterizado a nuestras producciones culturales- ha operado como modelo privilegiado para producir una noción hegemónica en torno al vocablo "cuerpo". Fruto de ello, ha sido el modelo organicista de las sociedades que tanto ha operado en nuestras academias y que, como veremos más adelante, de alguna manera sigue operando.

Hubo un tiempo en que los cuerpos se definían a partir de unidades duras, de identidad definitiva y de fronteras rígidas entre el adentro y el afuera. Las sociedades eran interpretadas como el interaccionar de objetos nítidamente diferenciados entre sí, que pese a influirse mutuamente nunca perdían las cualidades que los definían como tales. Fue en ese entonces que se consolidó una categoría teórica a tal punto que llegó a naturalizarse: el individuo, unidad última de los colectivos humanos. La noción de individuo implica necesariamente la imposibilidad de la división, el átomos final en la química de lo social: el elemento primario a partir del cual todo colectivo cobra sentido. La división de esta unidad conducía a su destrucción como tal, del mismo modo que su correlato orgánico, el somma, devenía en fragmentos de materia sin vida al ser dividido. El cuerpo humano operó entonces como referencia al momento de generar lógicas de sentido que intentaran dar cuenta de aquellos complejos que se imponían como unitarios. Las sociedades pasaron a ser organismos, un cuerpo constituido por cuerpos: el cuerpo social. Así, se sucedieron los diagnósticos y la elaboración de verdaderas estrategias socio-terapéuticas que, a la par del modelo médico, se postulaban a sí mismas como las propuestas de operatividad viables para enfrentar las problemáticas sociales. El somma operaba de modelo privilegiado para una metáfora fundacional: el cuerpo social en tanto organismo vivo. Así como en el microcosmos del cuerpo humano se constituían micro-cuerpos responsables de viabilidad biológica, la metáfora se extendía hacia el macrocosmos societario. La sociedad como cuerpo constituido por cuerpos en una suerte de mecánica organicista, en la que su unidad indivisible (el individuo) se agrupaba en familias para fundar las células básicas, tal cual nos enseñaron en los cursos de Educación Moral y Cívica de la secundaria.

En este orden, la noción de cuerpo social -en tanto organismo vivo- obligó a la definición de otras corporalidades internas que posibilitaran su existencia. Con la progresiva consolidación de la idea de los Estados nacionales (fundamentalmente a partir del siglo XIX), el episteme Sociedad se vio capturado por la noción de Estado-Nación, al punto tal que las fronteras entre los conceptos País, Nación y Estado se fueron desdibujando hasta confundirse en uno solo, al menos para el común de la gente.

Así, el cuerpo social condujo necesariamente al cuerpo del Estado nacional (con sus cuerpos jurídicos, políticos, militares y épico-mitológicos) y, en tanto que metáfora modelada a partir del somma, la estrategia que se privilegió para abordar sus problemáticas (así como para reglamentar su dinámica interna) guardó estrecha relación con el modelo técnico-disciplinario que iba consolidando su hegemonía: el modelo médico.

El principal enemigo para la medicina de aquel entonces se localizaba en el exterior del cuerpo humano. Partiendo de una abstracta e idealizada definición de Salud, el somma era concebido como un cuerpo en permanente guerra contra agentes patógenos externos que amenazaban la integridad de su equilibrio interno. Dicho interior se definía a partir de una abstracción teórica vinculada a un deber ser sintetizado en el gabinete de la medicina, un deber ser permanentemente violentado por una realidad externa siempre amenazante. Era la lógica de la epidemia perpetua, materializada en la construcción de un ideal local enfrentado a la posible contaminación de la extranjería. Algo así como un Yo perfectamente delimitado, al cual resguardar del peligro que los Otros representaban.

No en vano, al hacer una genealogía de las sociedades disciplinarias, Foucault dedica gran parte de su trabajo a investigar el modelo de la peste, como antecedente de ese formidable dispositivo disciplinario que alcanzó su desarrollo final en el Panóptico de Bentham.

Es que de sociedades disciplinarias se trataba. De la mano del modelo médico, el diagrama social fue adquiriendo mecanismos de control propios de una lógica de epidemia. El enemigo, siempre externo (vale redundar en ello), amenazaba nuestras sociedades como un agente patógeno destinado a contaminarlas apoderándose de ellas. La amenaza provenía siempre del exterior, lo cual era comprensible si nos contextuamos en un saber médico (ineludiblemente hegemónico) que aún desconocía los antibióticos. Los temidos enemigos se relacionaban con agentes infecciosos claramente identificados: sífilis, tuberculosis, cólera, difteria.., el somma enfrentado a otras formas de vida de naturaleza expansionista. El cuerpo social se representaba a sí mismo como una ciudad sitiada por la peste.

El higienicismo imponía, entonces, un diagrama disciplinario, entendiendo por disciplina a una técnica específica de operatividad sobre los cuerpos con el objetivo de controlar todo posible desvío: disciplinar. Se hacían necesarios dispositivos concretos de control que garantizasen una uniformidad (en el interior del corpus) relacionada con una forma particular de deber ser, con un ideal ciudadano.

Para ello, se produjo una nuevo modo de encierro: dispositivos de clausura que, lejos de ocultar a los infractores (como en las sociedades precedentes), hacían posible la visibilidad de todo posible desvío como forma de garantizar la efectividad y pertinencia de cada técnica ante cada caso particular. La disciplina encierra para poder operar efectivamente sobre el objeto encerrado: taxonomiza, divide en categorías, con el fin último de homogeneizar en pos de un deber ser.

Se inauguraron así, dos ordenes de encierro. En primer lugar, el cuerpo social, como un todo, se clausuró a sí mismo en una cuarentena perpetua: comenzó a dificultarse la movilidad migratoria, se buscó potenciar a núcleos identitarios nacionales, se rigidizaron los controles sanitarios, se fortalecieron los aparatos armados y se impuso un régimen de vigilancia permanente ante toda posible amenaza del exterior. El Estado-Nación, plegado sobre sí mismo, buscaba amortiguar el peligro de la contaminación externa. En segundo lugar, el encierro en las instituciones sociales propias del cuerpo. La vida de los sujetos humanos se constituía en un continuo tránsito de un espacio de encierro a otro: el hospital, la escuela, la universidad, la prisión, la fábrica, el ejército, el asilo... Estos espacios buscaban minimizar los efectos de la contaminación ya establecida, así como prevenir brotes epidémicos y bienencauzar las conductas desviadas. Una suerte de ortopedia social, medios de buencauzamiento al servicio de la identidad nacional, el orden social, y el deber ser sanitario del organismo en cuestión.

Una forma particular de subjetividad: el Panóptico de Bentham proporcionó un modelo de funcionamiento que se instauró en todas las organizaciones del corpus societario. Una forma particular de existencia: el encierro y la disciplina, eufemísticamente caracterizadas como orden y funcionalidad, pasaron a ser considerados como inherentes a toda pragmática que pretendiera ser operativa. De este modo, el Panóptico carcelario encontró su modelo reproducido en las fábricas, las instituciones educativas y los hospitales. Era la estrategia que el cuerpo social se había impuesto a sí mismo, condicionando toda posible lectura a la direccionalidad que orden disciplinario establecía.

Pero, allá por la década de los setenta, algo comenzó a cambiar. La medicina había vencido al enemigo infeccioso, y el enfrentamiento entre las potencias planetarias se tejía ya sobre nuevos diagramas. El mayo francés había sido fagocitado por las demandas del mercado, la primavera de Praga fue aplastada al igual que los estudiantes en Tlatelolco, y en Vietnam continuaba una guerra cuyo final era ya evidente.

 

La Doctrina de la Seguridad Nacional y la transición:

 

Hubo un sangriento período de transición. El diagrama planetario se estaba modificando rápidamente, acompasando el extraordinario desarrollo de los mass media y, fundamentalmente, de la informática. Comenzaba a tejerse una trama que, más tarde, superaría ampliamente el modelo de la aldea global construido por McLuhan. Pero las sociedades disciplinarias aún se negaban a desaparecer.

En el marco de la Guerra Fría se consolida, en los intersticios del patio trasero del imperio norteamericano, una estrategia política que mucho tiene de la medicalización disciplinaria ante la peste: la doctrina de la seguridad nacional. Sin embargo, en dicha estrategia es posible encontrar algunos de los antecedentes de aquello a lo que más adelante llamaremos estrategia viral, en evidente alusión a Baudrillard.

La consigna "América para los (norte)americanos" implica la delimitación territorial de un Estado-Nacional fantasmático relacionado con el megalomaníaco sueño del "destino manifiesto" de los Estados Unidos. En este sentido, el territorio al sur del Río Bravo es considerado como un dominio de segunda clase al servicio de una Gran América capitaneada desde Washington. Así, la delimitación del complejo político-militar en el que se enmarca la doctrina de seguridad nacional obedece netamente a la dinámica de las Sociedades Disciplinarias, y al modelo médico higienicista: América sitiada por la peste del comunismo, el cual amenaza desde un foco infeccioso exterior localizado tras la "cortina de hierro". Esta estrategia cumple con el primer orden de encierro al plegar a una América mítica sobre sí misma como modo de debilitar el impacto del peligro exterior. Y cumple con el segundo orden de encierro al desplegar estrategias disciplinarias internas -Escuela de Panamá mediante- que condujeron a las más sangrientas dictaduras de nuestra historia. Claro, Washington no contó con que el fervor de sus gorilas iba a transformar la visibilidad disciplinaria en la más primitiva opacidad de las sociedades de soberanía. De todos modos logró acceder al menos a parte de su objetivo: la brutalidad de los regímenes impuestos se tradujo en la revalorización mítica de los sistemas representativo-liberales que habían sido sacudidos por la ola de golpes militares. En última instancia las dictaduras, lejos de atentar contra el modelo de democracia occidental, lo fortalecieron.

A la par de todo esto, surge una nueva conceptualización de la disidencia, antecedente inmediato de las futura estrategia viral enmarcada en un nuevo tipo de diagramática de poder al que Deleuze se refería como sociedades de control: el subversivo. Porque la Seguridad Nacional se enfrentaba con un nuevo enemigo que, aunque contaminado desde el exterior por "ideologías foráneas", se erigía como una amenaza interna. El adversario ya no se localizaba exclusivamente en el exterior del cuerpo social. Lejos de ello, el subversivo surgía desde dentro de la ciudad sitiada por la peste, presto a subvertir el orden interno y la identidad nacional. La amenaza provenía tanto desde el exterior como desde el interior mismo.

Este diagrama, abriría las puertas de una nueva estrategia política en un nuevo orden subjetivo: la estrategia viral.

 

Las Sociedades de Control y la Estrategia Viral:

Si bien el modelo disciplinario representaba una economía de poder en relación a las diagramas que le precedieron, resultaba extremadamente oneroso en el nuevo orden mundial que comenzaba a articularse en el marco de un capitalismo global integrado. El desarrollo de las telecomunicaciones y la informática (en el cual Internet opera como fetiche ineludible) condujo a nuevo orden de territorialidad, en el cual el modelo económico sustentado en el sector secundario de la producción (cuya referencia básica era la industria pesada), se vio sustituido progresivamente por un modelo sustentado en el sector terciario: los servicios.

En este nuevo orden, los macro-aparatos disciplinarios con el complejo orden jerárquico-burocrático que les era inherente, así como la utopía de buenencauzamiento hacia toda forma posible de desvío, se transformaron en gigantes decadentes cuyo sostén se hacía demasiado costoso para un diagrama que ya no los necesitaba. Tras la debacle del sistema soviético, el Imperio había vencido a su enemigo, la exterioridad se transformaba en una falacia inoperante. A todo esto se suma una visibilidad absoluta a la que Bentham nunca hubiera aspirado: conexiones satelitales, hipersaturación informativa a través de los mass media, redes informáticas omnipresentes y de una movilidad tal que su control disciplinario se hace prácticamente imposible.

En un mundo integrado, donde el tiempo y el espacio se reducen a una expresión virtual, la exterioridad carece de credibilidad. Surge entonces un nuevo modelo paradigmático a la hora de sustituir el dispositivo panóptico: la empresa, en tanto organización fantasmática móvil de localización imposible.

La tecnología de control social ya no es la disciplina. La integración disciplinaria del desvío y la disidencia (racionalizada bajo el concepto "rehabilitación") se vuelve innecesaria y cara. En su lugar, la ley del mercado introduce un nuevo dispositivo: la exclusión. En la medida en que los cuerpos sociales se transforman en un cuerpo planetario integrado desaparece la exterioridad al mismo. En función de ello, el nuevo orden Mundial produce un nuevo orden de exterioridad relacionado con la exclusión de aquello que opera como disfuncional al modelo empresarial. La ley de mercado impone la competitividad salvaje y el reciclaje perpetuo, lo que no se integre a dicha dinámica será excluido, en función de su inoperancia, de la cartera de clientes y proveedores de las sociedades de Control. La desadaptación ya no será rehabilitada, sino expulsada a los guetos del Cuarto Mundo: esa nueva casta de parias nómadas que habitan los campos de refugiados, los barrios marginales y las estaciones de metro del Primer Mundo. La exterioridad se irá desdibujando de los Estados Nacionales para instalarse en la periferia de un solo cuerpo social a escala planetaria.

No más espacios de encierro, sino simple integración y exclusión en función de la oferta y la demanda. Los sujetos transitarán ahora por espacios abiertos, regulados únicamente por la ley de mercado. La fábrica decimonónica es sucedida por una multiplicidad de entidades dedicadas a los servicios. El proletariado será eliminado en beneficio de una nueva clase de empresas unipersonales sometidas a condiciones de sobre-explotación dignas de la Revolución Industrial, sepultando de un solo golpe de pala todas las relativas conquistas de un siglo de luchas sindicales. En las sociedades de Control, la utopía del Estado benefactor se desintegra en función de la competitividad salvaje.

Una visibilidad abierta, permanente, y a escala global, se establece para aquellos integrados al nuevo régimen, a la par que los disfuncionales son encerrados tras los alambres de púa de la marginación. Necrosis del organismo planetario, los excluidos son aislados con los anticuerpos de la indiferencia, las fuerzas parapoliciales de la empresas privadas de seguridad, y la bien-intencionada caridad de las ONG.

La lógica mercantil se impone en los más recónditos intersticios de la subjetividad. Parodiando a Lypovestky, hoy se cambia de ideología con la veleidad de un Kleenex. Es el imperio de lo efímero, y la consiguiente superabundancia de envases desechables. Todo se transforma en un producto de vida útil fugaz, que contribuye a sobrepoblar nuestros basureros post-industriales: ideas, principios, ética y estética. Se cambia de de mujer, de amigos, de referencias afectivas, con la misma facilidad que de casa, de coche o de vestimenta, olvidando lo descartado como se lo hace con los envases de cerveza. En las sociedades de control las tragedias humanas operan como producto en el negocio del espectáculo. El hambre de Somalía, las calles de Sarajevo, las matanzas de Rwanda, los bombardeos en Chechenia, abandonan las pantallas de la TV cuando el rating así lo exige, para ser sustituidos por otros productos que convoquen otros efímeros lagrimones en los tele-voyeurs de la cyber-aldea global. ¿Cómo no esperar, entonces, la indiferencia ante las multitudes de nómadas desalineados que pueblan las periferias de los shoppings centers y mendigan limosna en el alto de los semáforos?. En la lógica del mercado se descartan los productos defectuosos para derivarlos al basurero. De la misma manera se excluye a quienes nos son comprendidos por ella, expulsándolos a la exterioridad de la marginación.

Para los menos, los sobrevivientes en la competitividad salvaje (para los cuales el empresario exitoso se constituye en su modelo paradigmático) el control opera de otra manera. En las sociedades disciplinarias los sujetos eran víctimas de un sobreseimiento aparente (al mejor estilo del Proceso kafkiano), se sobreseían causas judiciales a la espera de nuevas acusaciones. Los sujetos siempre eran culpables de algo, aunque no supieran de qué. En ello se basaba la disciplina, para posibilitar la operativas bienencauzadoras siempre existía algún ignoto pecado que legitimaba el despliegue de técnicas para minimizar la eventualidad de un probable desvío. En la sociedades de control, en cambio, se impone la certeza de la moratoria permanente: siempre están endeudados. La tarjeta de crédito es un ejemplo de ello: se cancelan deudas anteriores solamente para adquirir el derecho a nuevas posibilidades de endeudamiento. Para sostener la sobrevivencia se obliga al reciclaje permanente y la competitividad extrema. La torre del vigía del Panóptico se torna inoperativa y cara, alcanza con la ley de mercado.

El cuerpo social planetario carece de exterioridad externa, se pliega sobre sí mismo porque ya no hay posibilidades de extenderse, ni un afuera amenazante del cual protegerse. Este nuevo organismo, constituido por micro-cuerpos en constante pugna, produce sus novedosas amenazas en el interior de sí. La guerra ya no es contra el otro extramuros sino contra sus mutaciones internas. Ya no se trata de conquistar otras geografías, de aniquilar ejércitos extranjeros, de ocupar codiciadas metrópolis, ni de eliminar el peligro de las potencias rivales. El objetivo es otro, los territorios a conquistar son otros. Los estrategas buscarán ahora capturar, seducir, ocupar las provincias virtuales de la subjetividad.

El monumento fundacional de este nuevo orden se localiza en las fronteras de Irak y Kuwait. "La Guerra del Golfo no ha tenido lugar" afirmaba Baudrillard desde el semanario francés "Liberation". Y no se equivocaba. Es que la guerra, en el sentido que la historia nos ha enseñado a adjudicarle, ha dejado de tener lugar. El arte del asesinato masivo se ha ido transformando en un espacio virtual, en la policromática aventura de un video-juego. Las campañas militares no pretenden asentar ejércitos en colinas estratégicas, ni destruir la infraestructura de un hipotético enemigo. Los movimientos en lo que solíamos llamar "teatro de operaciones" no son más que virtualidades en el monitor de un PC, el uso de la fuerza ya no pretende resultados en el campo concreto sino que son trágicas teatralizaciones para operar sobre otros objetivos. El horror de la sangre no constituye más que las marcas del mouse sobre la pantalla. El asesinato masivo no busca otros fines que los de producir imágenes y enunciados que operen sobre la correlación de fuerzas en el accionar de las cadenas informativas. La muerte es una estética, buscando seducir la opinión de los críticos que cada tarde se sientan frente a la TV. La guerra es una abstracción que busca conquistar territorios abstractos a partir de imágenes concretas. No es de extrañar, entonces, que los obuses de la artillería masacren a sus propias tropas y que destrocen aquello que dicen defender para captar la sensiblería de los perversos estetas que consumen las noticias.

Es que el organismo planetario se ha plegado sobre su propio cuerpo. A falta de otros cuerpos sobre los que operar, ha optado por descargar sus baterías sobre los micro-cuerpos que lo componen. La tarea consiste en modular subjetividades, obrar sobre el mercado, conquistar fugaces reconocimientos y lograr la utopía de efímeros consensos. El orden busca reafirmarse en la legitimidad tecnocrática del mercadeo, nominándose a sí mismo como única opción posible y amparándose en la sacralización del pragmatismo. "Nada más democrático que el consumo", postula, "nada más real que la ley de mercado". En el mejor de los mundos posibles, promotor teológico del auto-pliegue, no es de extrañar que los delirios pseudo-neo-hegelianos de Francis Fukuyama ("El fin de la historia") accedan a la categoría best seller, junto con los manuales de auto-ayuda y las bibliotecas del bricolage místico-esotérico.

Es que el enemigo ya no está localizado en un afuera que ha dejado de existir. La amenaza late desde el mismo interior del cuerpo social, surge de él, se alimenta de él, es parte constituyente de él mismo, como un virus. Así como está presente en cada uno de los fragmentados micro-cuerpos que lo componen. En los sujetos, en la corporalidad de los sujetos, radica la amenaza. Así como en ellos también la esperanza, en el falaz uno mismo de la New Age.

Así, surge el modelo viral como paradigma del peligro, como metáfora literalizada de la amenaza. Un cuerpo que navega en la frontera de lo que está vivo y lo que no lo está. El virus es, al mismo tiempo, él mismo y aquello que parasita. Es que no puede fabricar copias de sí mismo, lo que lo obliga a explotar astutamente la capacidad reproductiva de las células a las que ataca. Como en su símil informático, el virus inyecta sus ácidos nucleicos en el interior de sus víctimas, capturando al de las mismas y alterando su información para que éste actúe en beneficio del software viral. De este modo, la programación de la víctima es modificada de manera tal que ésta se destruye al verse despojada de su "sistema operativo" y de la posibilidad de mantenerse viable. La víctima desaparece, y su materia prima e información genética se integra a los nuevos organismos virales ("hijos"). Así, virus y víctima se confunden, al habitarse mutuamente en la periferia de la identidad, al modificarse la información del huésped a partir de los mismos elementos que el huésped proporciona.

El virus está ahí, amenazante, latiendo latentemente, modificando silenciosamente el software hasta manifestarse en el monitor del PC, en los atentados Oklahoma o Atlanta, en el metro de Tokio, o en la debacle del sistema imunológico.

Es la estrategia viral, la tecnología del terror de lo no predecible, lo que amenaza más allá de las coordenadas témporo-espaciales, la entelequia que se construye a partir de la materia prima que el mismo cuerpo social proporciona, el otro-yo que amenaza desde nuestra interna exterioridad, la muerte viva y la vida muerta.

Amenaza desde la única localización que no podemos atacar, desde el único lugar en el cual los "bombardeos quirúrgicos" son inútiles: el propio cuerpo social planetario, el ADN que diagrama nuestras sociedades. Así, se produce un corrimiento de la figura del subversivo (antecedente primitivo) al fármacodependiente. Las nuevos focos infecciosos son internos, así como los contagios: Narcotráfico, tribus urbanas, emigrantes, terrorismo, SIDA...

La estrategia viral se presenta como absolutamente indestructible y, por ello, absolutamente necesaria, absolutamente útil, absolutamente absoluta. Piedra fundamental en la tecnología de la paranoia, al servicio de las sociedades de control. Legitimadora ineludible a la hora de la exclusión.

 


Portada
©relaciones
Revista al tema del hombre
relacion@chasque.apc.org