Serie: Visualizaciones (X)

Montevideo... ¿Barroco?

Jordana Maisián Convenimos en que estilísticamente hablando, nuestros edificios más representativos son hijos de una tradición clasicista. Pero quizá las calles de nuestra ciudad ameriten que afinemos un poco nuestros sentidos, dispuestos a percibir, en el placer del movimiento, lo diminuto, lo apenas insinuado, lo huidizo. Los propósitos que siguen intentan ser una "invitación al viaje", al callejeo despreocupado, sustituyendo el ojo clínico por el deseo de regocijo y de asombro. La ciudad de Montevideo fue fundada en 1726. Esta época marca para la historia del Imperio Español un cambio brusco determinado por el comienzo de la Dinastía de los Borbones, o dicho de otro modo, el "afrancesamiento" del mundo hispano.
Sin extendernos demasiado en consideraciones de orden historiográfico, diremos que entre otras muchas adquisiciones, el Soberano Fernando VII rescató del país vecino las "Reales Academias de Nobles Artes" y el floreciente estilo neoclásico. En estas circunstancias fue colonizada la Banda Oriental y todos coinciden en afirmar que neoclásicas fueron, sin lugar a dudas, las intervenciones de los ingenieros militares y arquitectos académicos en nuestro territorio. A lo largo de sus sucesivas expansiones (en una de las cuales nos detendremos), nuestra ciudad fue diseñada según los fundamentos principales adquiridos durante el período colonial, y que detallaremos más adelante. Nos referimos aquí a un "trozo" de ciudad en particular, tratando de construir, a partir de algunos de sus fragmentos, más que una imagen distinta, una distinta manera de situacionarlo para conocerlo, de aprehenderlo para apropiárnoslo. Hablamos de las calles de Pocitos que nacen no siempre regularmente y llegan casi paralelas a morir en el mar, desde S. Antuña hasta M. Barreiro, pasando por J. Zudáñez, Scoseria, y especialmente Martí, Massini, Guayaquí. Hablamos de las calles que las atraviesan, Chucarro, R. Graseras, T. Diago, Berro, Ellauri, 26 de Marzo. De este barrido general retendremos según la ocasión, casos singulares que nuestra memoria irá asociando al texto, infinitos casos singulares atraídos por la memoria del lector. Esto no es un análisis, es un paseo. Nada está acotado, los itinerarios son muchos. Cabe a cada lector descubrir los suyos, recrearlos, trasladarlos al resto de la ciudad, al resto de las ciudades.

El Pliegue

Etimológicamente, la calle (del latín ruga) es la arruga, el surco, el pliegue. Superficie rugosa, de límites imprecisos, alternativamente cóncava o convexa, contenedora o saliente, irregular, cavernosa, susceptible de rozamiento, portadora de opacidades o, siguiendo los términos de Deleuze, "plegada, desplegada, replegada" (1). El pliegue es lo que abraza y entrelaza. Abraza múltiples situaciones imbricadas una dentro de otra, al modo de las muñecas rusas, "empaquetadas" al modo de Deleuze. Entrelaza múltiples situaciones en relación de vecindad. Es lo que une y separa. Es la frontera y el territorio común. El límite y su desdibujamiento. Es lo que se instala en el intersticio infinitesimal. Lo que ata, e impide la unión. El pliegue se descompone infinitamente en pliegues sucesivos y continuos. Conforma (con)cavidades receptivas, aptas a la sedimentación, al detenimiento momentáneo o definitivo de los residuos, a su acumulación. En otras palabras, habilita la materia para la opacidad. Es receptáculo y escondite, abrigo y refugio, barrera y pasaje oblicuo, al modo del laberinto. La superficie-pliegue que limita un espacio, pasa por todos los puntos, toca todos los puntos, es sinuosa, irregular, orgánica y continua. No posee discontinuidades que permitan el tránsito por infiltración. Es al contrario infinitamente permeable y porosa, fácilmente atravesable por ósmosis. Sus márgenes son invadidas por el flujo que circula, y su contorno se hace móvil, borroso, inestable. Todo espacio es interior e interiorización. Todo espacio tiende a apropiarse de las interioridades vecinas. A absorber, acaparar, retener. Todo interior es un pliegue irregular y continuo del exterior, una invaginación del afuera que no se produciría por sí sola si no hubiera interioridades verdaderas en otra parte"(2). La superficie-pliegue es continuamente trabajada por el tiempo, seda de incesantes depósitos y erosiones, variaciones de relieve, incrustaciones, oscilaciones perpetuas, abultamientos, excavaciones, invaginaciones. Según Deleuze, el elemento genético del pliegue es la inflexión: "es ésta que Klee extrae como el elemento genético de la línea activa, espontánea, oponiéndose a Kandinsky, cartesiano, para quien los ángulos son duros, el punto es duro, puesto en movimiento por una fuerza exterior. Para Klee, el punto recorre una inflexión" (3).

La Calle Montevideana

La historia de las calles montevideanas comienza con el trazado y el posicionado de una trama en cuadrícula o damero, rígida, indiferente a la topografía, al paisaje, al mar. Pero no termina allí. El trabajo del tiempo introduce la inflexión. La línea dura de la cuadrícula será progresivamente modelada por depósitos y erosiones, acogidos con mayor elasticidad de la que era dado suponer. Situémonos en la calle Santiago Vázquez, entre Massini y Guayaquí, y miremos la acera sur. La línea abstracta desaparecerá bajo la paulatina conformación de los múltiples límites espaciales, de las diversas superficies-pliegues, porosas y permeables: hileras vegetales, transiciones de todo tipo, retiros ocupados o no, jardines, pavimentos, efectos de alumbrado, equipamientos transitorios o permanentes, muretes y rejas, salientes, ménsulas y balcones, tratamiento de espacios residuales, bajorrelieves de las fachadas. Despliegue infinito de recursos, todos diferentes, y sin embargo, todos igualmente opacos, todos igualmente cavernosos. En su aparente linealidad, la calle montevideana es obstinadamente laberíntica. Situémonos ahora en Santiago Vázquez entre Av. Brasil y Martí, y observemos el notorio contraste entre la acera norte, de una alineación bastante regular, y la acera sur, fuertemente horadada. Según Deleuze, "el Barroco no reenvía a una esencia, sino más bien a una función operatoria, a un trazo. No cesa de hacer pliegues, (...), curva y recurva los pliegues, los lleva al infinito, pliegue sobre pliegue, pliegue según pliegue" (4). ¿Deberíamos creer entonces que es una mano barroca quien perfila día tras día, milímetro a milímetro, nuestro paisaje urbano? La calle montevideana es inclusiva. Infinitamente inclusiva, es decir, compuesta de elementos que se despliegan al infinito, incluyendo otros, a su vez inclusivos. La calle montevideana incluye edificios cuyas fachadas están compuestas según un criterio inclusivo: un basamento y una cornisa incluyen un desarrollo, que incluye chambranas, ese marco de albañilería que encuadra puertas y ventanas, que incluyen marcos, y así al infinito. Cada elemento es único, irrepetible, contenedor y contenido, de otros y por otros. El conjunto es el resultado de la agregación de diversos elementos según un criterio inclusivo. Lo antedicho es observable en el No. 728 de la calle Berro, donde la composición por inclusividad se verifica en vertical, en horizontal, y en profundidad. En sentido vertical un basamento y un ático encuadran un piso intermedio. En sentido horizontal dos cuerpos laterales incluyen uno central, tratado de forma distinta según el piso en que se encuentre, pero siempre articulado en tres módulos. En profundidad, se suceden diversas líneas de fachada, que van distanciándose de la calle para crear un efecto de transición: murete que recompone la línea de retiros, línea del basamento, línea calada de la loggia central, y línea definitiva de separación exterior- interior. Otro caso es el de la calle Izcua Barbat Nos. 1216 y 1214, donde se hace interesante comparar ambos edificios: siendo diseñados según la misma tipología, el No. 1216 carece del efecto de inclusividad agregado en fachada, mientras que el No. 1214 exhibe un exacerbado trabajo en este sentido. La peculiaridad de la composición no radica en la riqueza de cada elemento sino fundamentalmente en la manera en que éste se relaciona con los demás, es decir, en la sutura, la costura, el pliegue que ata y separa. Cada elemento, como sede de tensiones internas, se despliega desbordando la extensión que le fue asignada, para invadir un espacio circundante, su área de influencia, que podríamos denominar "entorno de vecindad". Se produce así una contaminación recíproca de vecindades, una superposición de tensiones de orden y carácter diverso, que cargan el espacio, confiriéndole espesor y opacidad. Todo límite es dudoso, incierto y desplazable. El despliegue es ilimitado, la contaminación inevitable, se expande desde el detalle infinitamente pequeño al conjunto de la fachada, de ésta a las fachadas contiguas, de éstas al espacio urbano, disparado sinérgicamente por el efecto de repetición. Un ejemplo sugerente es el de la calle J. B. Lamas, del 2978 al 2970: resulta fácil notar cómo las dos casas laterales enmarcan a la central (en particular por la posición de los balcones), trasladando a la escala de varios edificios el efecto antes descripto en uno solo. La calle montevideana incluye modos de vida, incluye modos de ocupación del espacio, incluye recorridos y escalas, puntos de partida y metas, incluye materializaciones diversas, configuraciones diversas, posturas diversas, incluye todas las perspectivas y todas las lecturas. Incluye la belleza, la desazón, la contradicción y el goce. Incluye posibilidades de desarrollo para la comunidad que la habita e incluye potencialmente su propio desarrollo: sus posibilidades de evolución y de involución. Es que la inclusión es la razón de ser del pliegue. Pero a su vez, la calle montevideana es incluida por la mirada que la aprehende, por el sujeto que la comprende al recorrerla. Recordemos a Derrida: "la arquitectura es una realidad rugosa a abrazar" (5).

La Práctica del Lugar

En 1959, Merleau-Ponty establecía una distinción entre el espacio geométrico -de orden físico-, y el espacio existencial como sede de una experiencia de relación del ser con el mundo. Michel de Certeau establece por su parte, la distinción entre el lugar -concepto esencialmente físico-, y el espacio, resultante de la práctica del lugar (6). Así, el espacio sería un "lugar practicado", o la "animación del lugar por el desplazamiento de un sujeto móvil". En ambos casos, la referencia al movimiento es clara. Un lugar es capaz de generar tantos espacios como personas lo practiquen, es decir, infinitos. Cada sujeto que practica reinventa el lugar y cada lugar contiene como germen replegado, una infinidad de espacios que necesitan del sujeto para venir al mundo, para materializarse. El paseante re-inventa la ciudad en cada gesto, mediante la vivencia- interpretación-construcción del lugar. Asimismo, retiene del espacio que él creó, imágenes parciales, fragmentadas, confusas o no, interrumpidas, que mezcla en su memoria, (de)forma, (re)forma, (con)forma, (re)constituye y (re)compone, para luego asimilar. De hecho, lo que realiza son múltiples invaginaciones-apropiaciones de interioridades ajenas, que van componiendo su propio mapeo interior. La práctica del lugar es un viaje confirmatorio. Un viaje de encuentro, donde reflejado en los pliegues que lo envuelven como en un juego interminable de espejos, el viajero se descubre a sí mismo, y descubre al otro. Para Le Dantec, "al tiempo que una estética, el barroco es una ética fundada en el reconocimiento de la alteridad" (7). Un viaje de creación, donde actuando e imaginando, el viajero completa la ciudad. El cuerpo es el territorio a través del cual se produce la mediación entre el hombre y el medio físico, la consubstancialidad del ser y el mundo. "El espesor del cuerpo, lejos de rivalizar con el del mundo, es al contrario, el único medio del que dispongo para ir al corazón de las cosas, haciéndome mundo, haciéndolas carne" (8). El cuerpo, como integridad orgánica, es quien percibe, contrariamente a la opción cartesiana donde la percepción se hallaba centralizada en el órgano visual. La percepción espacial es de orden kinestésico, "es polimorfa -escribe Merleau-Ponty-, si deviene euclídea es porque se deja orientar por el sistema" (9). Pero asimismo, excede lo puramente sensorial abarcando dimensiones como lo simbólico y lo imaginario, ya que el cuerpo, lejos de ser anónimo, se inserta en una tradición cultural y opera a partir de una memoria, individual y colectiva.

El Espacio Barroco

Hacia 1700, Leibniz investigaba la posibilidad de definir un espacio que escapara al de la geometría euclídea. Este espacio tendría la configuración de un campo de fuerzas o de intensidades relacionadas entre sí. En él, "una ciudad mirada de diferentes lugares parece otra y es como multiplicada perspectivamente" (10). La frontalidad de la perspectiva clásica, basada en la existencia de un centro inamovible, es desplazada para dar lugar a una infinidad de puntos de vista bajo los cuales el objeto sufriría múltiples deformaciones -metamorfosis-, al modo de la anamorfosis barroca, efecto según el cual un objeto puede ser percibido en su verdadera dimensión únicamente desde un punto de vista determinado, siendo distorsionado por todos los demás. Desde el entrecruzamiento de los puntos de vista, cuando todo objeto de la ciudad deja de ser percibido en una situación única, la globalidad de la ciudad se transforma en acontecimiento. Por otra parte, la calle montevideana es una calle sembrada de hitos, humildes, discretos, pero hitos al fin, que marcan pausas en el fluir espacial, frenan el paso del caminante, distorsionando la percepción de las distancias, engañando los sentidos. De este modo, interrumpen el efecto de "tubo" al cual toda calle está sometida debido a sus proporciones. Situaciones diferenciadas acechan al caminante a lo largo de su recorrido, cavidades que lo invitan a detenerse, surgimiento de puntos de vista imprevistos, fluctuaciones de luminosidad, irrupciones que lo obligan a desviar su rumbo, embalses que lo retienen, excrecencias que lo rechazan. Los ejemplos de situaciones de este tipo abundan. Citaremos algunos como S. Vázquez 1138, T. Diago 765, R. Massini 3153, P. Berro 769 y 830. Surcar nuestras calles requiere un constante ejercicio de zigzagueo: se trata de un espacio claramente fenomenizado. No es aprehensible en su globalidad, sino en su fragmentación. Cada fragmento es un mundo regido por sus propias leyes internas de composición, de ocupación del espacio, de organización. Esta fragmentación sería caótica si los lazos, el entretejido de esos lugares diferenciados no hubieran sido resueltos (exceptuando casos evidentes, que en su mayoría hicieron irrupción después de los años 60), de forma consonante, como si una singular ley de la armonía los contuviera a todos, le asignara a cada uno un rol preciso a desarrollar en el concierto total. Es un espacio agregativo, a la manera de los espacios heterotópicos de Foucault, cuya cohesión e interés radica en los empalmes entre partes heterogéneas. Este espacio, que Merleau-Ponty llamaría "topológico", habitado por el ser capaz de una percepción "salvaje" o "bruta", dejaría atrás la noción de espacio de representación euclídeo, atravesado por una grilla cartesiana en tres dimensiones, que fija cada punto desde una perspectiva cónica.

La "Mise en Scene" Barroca

Si la rígida distribución en cuadrícula determinó una estructura parcelaria ortogonal y una ocupación de la parcela que a su vez generó una gama de tipologías bastante limitada, dicha homogeneidad desaparece a primera vista en los alzados exteriores, es decir, en las fachadas. El ejemplo más explícito de este fenómeno, nos pareció ser el de la calle J. B. Lamas entre Berro y 26 de Marzo, tomando en particular los Nos. del 2944 al 2936. Otro caso notorio sería el de la calle S. Vázquez desde A. Lapido hasta Av. Brasil, acera sur, cuadra construida casi en su totalidad por los mismos arquitectos (Bello y Reborati). La arquitectura especulativa ha dado, en el mundo entero, innumerables ejemplos de repetición de tipologías dispuestas "en tira". Lo que hace a la singularidad del ejemplo escogido, es el empecinado esfuerzo por esconder esa repetición -constitutiva del edificio- mediante la aplicación de efectos puramente ornamentales, así como la prolífica imaginación desplegada para lograrlo. Un estudio un poco más atento, permite constatar que lo que varía de una fachada a otra, no es su distribución, sino su tratamiento. Haciendo abstracción de éste y reteniendo de la fachada su esquema depurado -proporciones, relación de vanos y llenos-, es fácil notar que a tipologías similares, corresponden fachadas también similares. Lo que difiere sustancialmente de una a otra, es su aspecto figurativo. Entendemos por aspecto figurativo aquello que resulta de la elección del lenguaje arquitectónico a emplear, y de su tratamiento material. Si efectuásemos un relevamiento de los componentes del repertorio arquitectónico que jalona nuestro paisaje urbano, obtendríamos una lista interminable donde aparecerían entre otros muchos, imitaciones de: elementos clásicos resemantizados, almohadillados renacentistas, parteluces románicos, mosaicos andaluces, loggias florentinas, ventanas abocinadas, columnas salomónicas, capiteles corintios, frescos pompeyanos, bow-windows, tejados estilo tudor, frontones lobulados, todo tipo de frisos, cornisas y goterones, mansardas, lucarnas y balustradas. Lo mismo ocurre con los materiales empleados y la consiguiente diversidad de texturas y cromatismos: tejas francesas, españolas y coloniales, azulejos de todo tipo, ladrillos, revoques, pétreos, madera, vidrio, metal. Parecería que este repertorio disponible hubiera sido aplicado indiscriminadamente sobre un esqueleto inexpresivo. La fachada no sería entonces el fiel reflejo de un interior dado, sino algo así como una máscara que se instala sobre él con vista al exterior y para ser vista desde allí, indiferente a lo que ocurre en esa interioridad a la cual se empecina en dar la espalda. ¿Cómo no tener entonces la sensación, al recorrer estas calles, de estar moviéndose entre fantasmas, o en un baile de máscaras; de penetrar en un territorio que alguien escenificó para nosotros? ¨Cómo no quedar atrapados -como en un sueño- en ese torbellino de pliegues y repliegues tan semejante al espiral barroco? "Lo que puede definir la arquitectura barroca" -según Deleuze- "es esa escisión de la fachada y del adentro, del interior y del exterior, la autonomía del interior y la independencia del exterior". Según J. Rousset, "lejos de ajustarse a la estructura, la fachada barroca tiende a no expresar más que a sí misma" (11). La fachada es real, sus aberturas lo son, pero en ese empeño por metamorfosearse en puro maquillaje, para esconder lo igual, para escapar a la ley de lo mismo, su voluntad parece corresponder a la del "trompe l'oeil". "Si el barroco reverencia las máscaras y los maquillajes" -afirma Le Dantec- "no es por odio a la verdad, sino por conciencia aguda de los lazos de ésta con la ilusión", aclarando que "el maquillaje es un artificio cuya función no consiste en disimular la verdad, sino en revelarla más cruda y más trágica". La fuerte materialidad que confieren al edificio la superposición de efectos y el peso de los agregados (reales e ilusorios), se aligera empero como consecuencia del desdoblamiento que impone la máscara. La fachada y el edificio son cuerpos diferenciados, ligados únicamente por una infinidad de pliegues imperceptibles al modo de frágiles almocárabes (12). Así es como el plano de fachada puede despegarse, avanzar sobre la calle, invadir un territorio que la trasciende, ocuparlo como una presencia inexorable, filtrarse en el "espesor del cuerpo" del viajero, rodearlo, abrazarlo, empaquetarlo, invaginarlo. Sólo un espacio complejo es capaz de traducir y de absorber la complejidad de nuestra percepción polimorfa. Sólo un entorno en perpetuo desdoblamiento, es capaz de despertar a su vez nuestra capacidad de desdoblamiento latente, de auto-desprendimiento. Concedernos la libertad de asumir despreocupadamente, nosotros también, múltiples máscaras, de ocupar lugares diferenciados, en una movilidad continua y sin reposo. Quizá debiéramos aprender a retransitar -siempre una vez más- las calles de nuestra ciudad, prodigiosos ejemplos de astucia barroquista.

Referencias

  1. G. DELEUZE: "Le Pli". Ed. de Minuit, París, 1988.
  2. Idem.
  3. Idem.
  4. Idem.
  5. J. DERRIDA, Conferencia dictada en el Centre Pompidou.
  6. M. DE CERTEAU, "L'invention du quotidien".
  7. J. P. LE DANTEC, "Dédale le Héros", Ed. Balland, París 1992.
  8. M. MERLEAU-PONTY, "Le visible et l'invisible", Gallimard, París 1993.
  9. Idem.
  10. LEIBNIZ, "Nouveaux essais sur l'Entendement Humain", Flammarion, Paris 19.
  11. J. ROUSSET, "La littérature de l'ƒge baroque", Ed. Corti, París.
  12. Figura de decoración morisca que podría servir de modelo a un espacio en que los flujos virtuales circulan por vías curvas y entrelazadas.

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