Pérez Reverte, la aventura continúa

El nombre del péndulo

María Esther Burgueño Si le dicen que hay un escritor que adora el folletín y no lo oculta. Si le dicen que ese escritor admira a Napoleón, a los pintores flamencos, al ajedrez, a los libreros de viejo, y sobre todo, a Umberto Eco., le dicen que se encuentra frente a uno de los escritores más vendidos, atractivos o interesantes de la década.
Su pasión por el semiólogo boloñés se evidencia en su gusto por la triquiñuela del palimpsesto, por el uso moroso del epígrafe, por la intriga policial vivida como forma de expresar circunstancias metafísicas más complejas, por la intertextualidad (incluida la autorreferencia) empuñada como una bandera, por la mención expresa del personaje de Eco en una fiesta significativa de una de sus más exitosas novelas, por la mezcla impiadosa de personajes extraídos de la más rancia y desencantada fauna cultural que Sabina hubiera podido imaginar para Madrid con personajes de retablillo popular. En fin si le dan estos elementos, sume y no tenga miedo a equivocarse. Se trata sin dudas del escritor español Arturo Pérez Reverte.

Una serie apasionante

Quizás para el gran público uruguayo fue "El club Dumas" (1992) la novela que lanzó a Pérez Reverte a la consideración general. A partir de ella se inicia una búsqueda "arqueológica" de otros textos. Rápidamente aparecen en librerías "El húsar" de 1986, "El maestro de esgrima" de 1988 que tuviera una versión cinematográfica española y "La tabla de Flandes" de 1990. Posteriormente fueron éxitos de venta "La sombra del águila", una "nouvelle", y la edición de sus relatos breves. En 1995 Alfaguara edita "La piel del tambor" que aún no circula fluidamente en nuestro medio. Esta serie está signada por datos que ya son propios de este autor. En "El club Dumas" la historia se centra en Lucas Corso, un librero de viejo que debe iniciar una aventura con doble finalidad. Por un lado debe seguir las huellas de un manuscrito auténtico de Alejandro Dumas y por otro localizar un tercer ejemplar de un libro que contiene fórmulas para invocar al demonio y que llega a constituir, a través de sus ilustraciones cuyas variantes se insertan en el texto, una especie de jeroglífico que el lector siente compulsión a desentrañar al mismo tiempo que el personaje. Abundancia de epígrafes que alternan la obra de Dumas y los conocimientos ocultistas al mejor estilo de Umberto Eco, una posible interpretación sobre el mítico autor que diera al folletín el carácter popular que hoy en día está "a la page" reivindicar, una misteriosa mujer que abre juego a interpretaciones esotéricas, acción al mejor estilo policial con crímenes, misterios y finales de Agatha Christie, y algunos aderezos técnicos son la fórmula del éxito de una lectura que devuelve a la escritura algo que no abunda demasiado: interés y entretenimiento inteligente. Los aspectos técnicos que hoy mencionábamos juegan en diferentes niveles. En uno de ellos el autor utiliza el cambio de narrador como modalidad propia de la estética policial. Protegiendo o variando la identidad del narrador se disminuye el grado de "ciencia" a voluntad. La "verdad" queda así escamoteada al lector que debe adivinarla o empeñarse en desentrañarla. En otro, el autor reflexiona sobre sus estrategias narrativas de forma expresa. Habla del punto de vista y la voz, habla del papel del lector, menciona los resortes de la interpretación. Quizás este metadiscurso sea lo más próximo a la modalidad de Eco que jamás puede renunciar a ser crítico de lo que escribe. Periodista experto y hombre de vastas documentaciones, no le es difícil a Pérez Reverte construir un universo sólido y fiable que aporta datos precisos sobre los mecanismos de impresión, descripciones minuciosas de castillos medievales, y sobre todo logra rescatar el espíritu del folletín creando a su imagen y semejanza.

¿Quién mató al caballero?

Este espíritu campea sobre una de las más apasionantes novelas de Pérez Reverte. En ella se investiga un crimen cometido siglos atrás a través de un cuadro llamado "La partida de ajedrez", pintado por un pintor flamenco sobre una madera que hace que se conozca a la pintura como "La tabla de Flandes". Una restauradora encuentra bajo la pintura una inscripción latina que interroga: ¿quién mató al caballero? El cuadro reproduce a dos caballeros que se encuentran disputando una partida de ajedrez bajo la atenta y distante mirada de una mujer que, desde el fondo, junto a una ventana observa la partida en la que un caballo acaba de ser comido. La pregunta activa la curiosidad de la restauradora quien se dirige a un experto en arte para indagar datos sobre los personajes representados allí. Se entera entonces de que uno de los caballeros que intervienen en la partida ha muerto misteriosamente. Esto da a la restauradora la idea de que el cuadro es la pista a través de la cual el pintor intenta revelar los secretos del crimen cometido. Esto no pasaría de ser un suceso curioso de no mediar que la consecuencia de esta conversación es la muerte inmediata y ambigua del experto en arte consultado. ¿Quién puede tener interés en preservar el secreto de un crimen tan antiguo? Esa pregunta activa la novela. Un marchand homosexual y mundano y un experto en ajedrez pasan a integrar el círculo involucrado en la curiosa investigación. El resultado es un ejercicio apasionante que deriva en una especie de lección magnífica sobre pintura, arte flamenco, ajedrez, lógica, mundo de las galerías y el negociado de las obras de arte. Abunda, por supuesto, la acción y el enigma que desemboca, como es lógico, en un final sorprendente para el lector.

La estocada secreta

Un viejo maestro de escuela casi retirado habita su ruinosa mansión en el Madrid del siglo XVIII y es solicitado en sus servicios por una dama hermosa y joven. Ella pretende aprender su estocada secreta, la finta personal que le permitirá llevar a cabo una misión a la que se siente llamada y que mantiene en reserva. El profesor siente, en principio, resistencia a brindar sus conocimientos a una mujer. Luego comprueba que ella posee sólidos conocimientos de esgrima adquiridos en Francia y accede a dar las lecciones al tiempo que comienza a sentir una pasión secreta por su alumna. Abroquelado en un rígido sentido de la ética recorre los palacios de sus escasos discípulos enterándose de las intrigas políticas que sacuden íntimamente a Madrid y guardando celosa reserva sobre la mujer que lo perturba. Hay un fresco informadísimo sobre los avatares históricos y la conversión de la esgrima en una especie de regla moral que sostiene a un mundo en vías de desaparición que el viejo profesor siente que debe preservar aun cuando sabe su inminente desaparición. El enfrentamiento igualador con un rival, el hacer prevalecer la honra en base a las habilidades personales, sustentan su defensa de la técnica de defensa y el poseer un golpe personal es lo que hace la diferencia entre la vida y la muerte. A partir de este planteo de belleza algo descaeciente, de una especie de melancolía otoñal que invade la figura del profesor se instala, no faltaría más, el crimen súbito, la trama policial, los datos engañosos, la insoportable curiosidad del lector por reconocer los hechos debajo de las apariencias.

La sombra de Napoleón

Napoleón es un asiduo participante de las novelas de Pérez Reverte. Obviamente pesa aquí la condición de periodista del autor. El ha sido, con frecuencia corresponsal de guerra y se siente identificado con las estrategias de la muerte que los hombres desarrollan. Napoleón es un paradigma de esas estrategias y Pérez Reverte un atento conocedor de Napoleón. En muchas de sus novelas aparecen referencias al personaje, pero es en la nouvelle "La sombra del águila" cuando centra en él la trama. El episodio apareció bajo forma de entregas periodísticas (¡oh la sombra del folletín!) y tuvo tal éxito que fue recopilado como volumen. En clave humorística, con un sarcasmo demoledor, Pérez Reverte narra los avatares de un destacamento de un ejército español que interviene en las guerras napoleónicas en el momento de la invasión a España. El grupo, reclutado a la fuerza por los franceses, planea una estrategia para escapar de las filas del ejército que ellos ya sienten derrotado y pasarse a las filas de los rusos. Para ello fingen un avance que, en un momento prefijado, se convertirá en una deserción. Al encontrarse suficientemente cerca de los rusos levantarán una bandera blanca y se entregarán. Estos movimientos son observados desde su campamento por Napoleón y su oficialidad que se admiran del valor demostrado por el pequeño y poco capacitado grupo hispánico. La visión del líder y su oficialidad opera como una demoledora desmitificación de la guerra y sus organizadores, que huele más a Bosnia que a las estepas. Algo falla en el plan del pequeño destacamento que termina desplegando el pabellón con el águila y, en una serie de equívocos disfrutables y extremadamente risibles, se convierten en el pavor de los rusos y en la avanzada del grupo napoleónico. Estos resortes llevados a su máxima tensión y culminados con las reflexiones y memorias sobre los hechos de Napoleón en su prisión de Santa Elena, son la base de una aventura ágil y fascinante que, bajo sus aparentes localismos lingüísticos e ironías puntuales, entraña una revisión de la historia que fue y de la que está siendo.

Disparen sobre el Vaticano

No hay dudas de que la existencia de la piratería informática era una tentación demasiado grande para que Pérez Reverte la dejara pasar sin más ni más. Imaginemos que un hábil "hacker" se introduce en las computadoras del Vaticano y logra llegar hasta el ordenador personal del mismísimo Papa dejando mensajes inquietantes y borrando hábilmente las huellas de su ingreso. Si ya imaginamos podemos suponer que la estructura de la Iglesia se lanzará con todo su peso, y el del Santo Oficio actuando bajo sus formas modernas, tras este peligroso espía. Eso, exactamente es el origen de "La piel del tambor", última novela de Pérez Reverte. El protagonista es esta vez Lorenzo Quart, un sacerdote que pertenece al IOE, Instituto para las Obras Exteriores del Vaticano. El propio Pérez Reverte se encarga de aclarar que el OIE "había ejercido como brazo ejecutor del santo Oficio y ahora se encargaba de coordinar todas las actividades secretas de los Servicios de Información del Vaticano". Aclara también que solían referirse a él como "La mano izquierda de Dios" o como el Departamento de Asuntos Sucios. El personaje de Lorenzo Quart parece un homenaje a los sacerdotes que protagonizaran las novelas exitosas de la década del 50. Recuerda irremediablemente a los curas de Cronin, de Morton Robinson, de Morris West. Esos sacerdotes tallados a cincel, bellos e inaccesibles, conflictuados por una vocación sólida aunque de origen oscuro no siempre vinculado a la fe, acosados por mujeres hermosas que se empeñan en conseguir el tesoro prohibido, son el referente de esta figura que opera aquí como detective. La investigación se vincula a los sucesos denunciados por el hacker en torno a una parroquia en Sevilla donde se cometen misteriosos crímenes. Allí va Lorenzo Quart. Si usted pensó en Guillermo de Bakerville, e "El nombre de la rosa" no anduvo desacertado. Otra vez la sombra de Eco. Sevilla opera como escenario hermoso de la trama sórdida. Según el propio Pérez todo en la novela es ficticio excepto el escenario. "Nadie podría inventarse una ciudad como Sevilla". Nuestra Sra. De las Lágrimas es el centro de una intrincada red de intereses financieros en los que quedan involucrados los banqueros, los maffiosos y las rivalidades entre los obispos de diferentes diócesis. Esos intereses cobran dos vidas en muertes aparentemente accidentales pero sospechosamente intencionales. Las indagaciones de Quart se ven continuamente obstaculizadas por personas que intentan vedar su acceso a la información e identificación sobre el pirata informático cuyo seudónimo es "Vísperas". En este camino se cruzan personajes de variada especie pero que representan básicamente a dos espectros claros de la sociedad: una nobleza decadente emparentada con los grupos económicos de poder y una especie de hampa picaresca que recuerda el célebre patio de Monipodio cervantino. En rigor hay dos intereses centrados: los que desean ver desaparecer Nuestra Sra. De las Lágrimas y los que desean preservarla. En realidad la cuestión no es muy metafísica sino que responde a intereses concretos que el predio posee para inversiones financieras. En el primer grupo se hallan el viejo y rapaz banquero Machuca, su protegido Gaviria y un trío de maleantes pintorescos: don Ibrahim el Cubano, el Potro del Mantelete y la Niña Puñales, cupletera venida a menos y protegida por los otros dos maleantes. Los tres trabajan para Celestino Peregill, lugarteniente de Gaviria, lugarteniente a su vez del banquero Machuca. En el segundo grupo operan Gris Marsala, ex monja que ahora se encarga de la restauración de los tesoros artísticos de la iglesia en cuestión, don Príamo Ferro, párroco cerril y principista de la misma, su teniente cura y la vieja duquesa Cruz Bruner junto a su bella sobrina Macarena, ahijada de Machuca y ex mujer de Pancho Gaviria. Entre estos grupos se mueve Lorenzo Quart intentando aclarar verdades en medio del ocultamiento sistemático del Obispo de Sevilla y de la ayuda condicionada de la policía más o menos venal. Como se ve la mezcla puede resultar interesante. El producto final, sin embargo, no es lo que se esperaba. La novela es entretenida, como todas las del autor, pero paga tributos a una especie de prisa por producir de acuerdo con la receta exitosa. Así lo que siempre es cuidadosa reconstrucción se vuelve aquí transcripción más o menos novelesca de los sucesos de pública notoriedad en torno a ciertos escándalos vaticanos. Tal es el caso del Banco Ambrosiano, de la vinculación con la logia Propaganda Due, del sacerdote Radzinski, de la excomunión de Leonardo Boff y la censura a otros teólogos de la Liberación. Las máscaras narrativas apenas encubren la fuente periodística, las reflexiones sobre las motivaciones, apenas barnizan un juicio casi maniqueo sobre lo narrado. Otro punto débil es el que tiene que ver con las descripciones. Para soportar las reiteradas menciones a la elegancia de Lorenzo Quart -vestido por mejores sastres del Vaticano- a sus impecables camisas negras y su alzacuellos, a su cabello excesivamente corto y prematuramente canoso, hace falta mucha paciencia. Casi tanta como para resistir la reiterada mención a la piel de Macarena Bruner, su collar, su modo de apartar el cabello del rostro. Mejor aún, le proponemos como ejercicio que cuente cuántas veces se habla de Gris Marsala haciendo alusión a sus tejanos polvorientos, a su buzo grande, a su trenza canosa y ligeramente deshecha, a su rostro algo arrugado pero sin embargo atractivo y a la forma de colocar los pulgares en el pantalón. Quizás después de todo no haga falta que haga el lector una estadística, bastará con su memoria mínima y su sentido común para comprender que, extrañamente Pérez Reverte se empeña en considerar que padecemos de amnesia de una página a otra. Esta misma debilidad reiterativa se verifica cuando se presenta al trío rufianesco - don Ibrahim, El Potro, La Niña Puñales- Allí Pérez no desperdicia ocasión de contarnos cómo don Ibrahim considera que la vida ha sido injusta con la Niña y se ha jurado reivindicarla. Machaca tanto como el "Ozú" que la Niña dice casi como único parlamento propio en la obra. Da la impresión, en síntesis, de que la novela fue prematuramente arrancada de los brazos de su autor cuando aún la gestación no estaba concluida. Todo está como a medio procesar. Como si llegado el momento de afinar, pulir, desdeñar lo ya visto, sacudirle el polvo a la ficha correspondiente y volverla materia artística, justo allí, Alfaguara le hubiera dicho a Pérez Reverte: "Basta de más vueltas y entréganos tu libro que ya estamos necesitando un éxito". Y éste hubiera accedido. Como si Pérez Reverte hubiera sentido que era suficiente este ataque a la Iglesia oficial y esta reivindicación a los sencillos de la fe que aparece cuando el padre Ferro dice: "Con toda nuestra miserable condición a cuestas, los curas como yo seguimos siendo necesarios. Somos la vieja y parcheada piel del tambor sobre la que aún redobla la gloria de Dios", para justificar la publicación de su libro. Aclaremos, si usted es un lector gozoso de Pérez Reverte y acecha la aparición de sus libros, no dejará pasar la oportunidad de leer "La piel del tambor". Y no se va a arrepentir. Pero la tersura de la trama no correrá como está usted acostumbrado. Y deseará que el próximo título demore un poco más. Si usted no ha leído a Pérez Reverte iníciese por otra de sus novelas, que serán, seguramente más perfectas. A la sombra de Eco, y más allá de traspiés es un creador formidable.

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