autogestión vecinal

La Leyenda de Soledad Cruz - Gonzalo Abella (*)

Capítulo 0

De como Soledad Cruz entró en mi vida

Yo era muy joven cuando oí hablar por primera vez de Soledad Cruz.

Estaba cumpliendo por entonces con mi primer trabajo profesional como docente: una breve suplencia en una escuela rural de Canelones.

Recuerdo que iba a la escuela en tren y todo para mí era una fiesta. Disfrutaba intensamente el ritual de llegar a la Estación Central, acomodarme en el viejo vagón de madera, observar las chacras por la ventanilla y oir las conversaciones de los otros viajeros que sabían leer en el paisaje rural señales para mí todavía incomprensibles.

Gracias a mis compañeros ocasionales en esos viajes, aprendí mi propio analfabetismo. Como si esto fuera poco, la destreza de mis alumnos en distintas actividades cotidianas (hasta para abrir y cerrar tranqueras) me evidenciaba mis otras ignorancias, en las horas previas y posteriores a cada sesión docente.

Lamentablemente mi alfabetización rural fue demasiado breve por una errónea decisión propia.

Había decidido trasladarme en cuanto me fuera posible a una escuela suburbana de Montevideo. Como muchos jóvenes a fines de los sesenta, me parecía inminente una revolución social encabezada por el proletariado fabril y no quería perderme la fiesta de los de abajo asaltando el Cielo. Tenía veintiún años de edad y muchas ganas de hacer cosas...

Por eso, aunque conocía y amaba el campo desde pequeño, mi pasaje por la escuela rural fue fugaz. Y no presté la atención debida a ciertas cosas mágicas que viví por entonces, y que muchos años después, lejos del Uruguay, volvían a mí en recurrentes ensoñaciones.

Uno de estos hechos que borré por un tiempo fue la proximidad de un vecino, anciano chacarero mulato, robusto y solitario, al cual no le había durado mujer alguna por su fama de lobizón.

El lobizón u hombre-lobo es una tradición universal que se "agauchó" en nuestro medio rural y cobró perfiles propios en el universo cultural mestizo de nuestra gente de campo. Según la leyenda es un hombre común y corriente, siempre nacido séptimo hijo varón en su familia, que todos los viernes al anochecer sufre una transformación física creciéndole entonces un vello animal, garras y colmillos, y en esos momentos se comporta brutalmente porque -para decirlo en gauchesco- "en la brasas de su ojos se han quemado los recuerdos".

Como hombre-lobo, la tradición viene de Europa. Como hombre-perro de extraños superpoderes, vinculados a la luna y al monte, esta criatura ya estaba presente en la mitología charrúa y guaraní.

Por ejemplo, entre los guaraní monteses se narra que existió una jovencita muy hermosa pero perezosa y dormilona, de nombre Keraná. Nunca danzaba para agradecer los favores de los espíritus del bien, y por eso fue raptada sin protección por el diabólico Taú, quien enmascarando su aspecto la sedujo durante siete días y a lo largo de las lunas correspondientes tuvo con ella siete hijos. Desde el primer embarazo de Keraná intervino Angatupyry, un espíritu justiciero, que echó sobre la pareja una terrible maldición y los siete hijos nacieron con horrenda apariencia. Los nombres de las siete criaturas, todos varones, fueron respectivamente YeyuYaguá, MboiTuí, Moñai, YasyYateré, Kurupí, AóAó, y finalmente Huisô o LuiSô. Obsérvese el sonido del nombre del séptimo hijo varón: LuiSô, con esa ô guaraní que suena nasal, casi como si fuera acompañada de una "n" final.

Pero nótese también la semejanza con las tradiciones europeas pre-cristianas. El mago Merlín también nació del vientre de una joven que, encerrada en la torre de su castillo, olvidaba decir las oraciones nocturnas a los espíritus del Bien, y entonces un maligno duende con alas de murciélago pudo entrar a su alcoba y seducirla a la séptima noche con la apariencia de un príncipe azul. Los poderes mágicos de Merlín, sin embargo, fueron usados para el Bien. Comienzan a extinguirse ya en vida del Rey Arturo, cuando los caballeros abandonan la religiosidad del bosque, el hechizo de hadas y gnomos, para dedicarse a la búsqueda del Santo Grial, que simboliza la irrupción del Catolicismo institucional.

El número siete juega siempre un papel en el mito. Es la cuarta parte del mes lunar, el que rige la racionalidad presocrática de la Europa "bárbara" y de la América feliz por entonces ignorada.

El lobizón, según algunos conocedores, teme mucho al cuchillo, al fuego y a todo lo que pueda marcarlo, porque su instinto le advierte que cualquier marca puede hacerlo identificable cuando recupere su forma humana. De aceptar todo lo que se dice, sin embargo, habría algunos lobizones más valientes que otros. Mi vecino, de serlo, provenía de una estirpe lobizónica corajuda.

Yo había oído hablar de todo esto, pero estaba demasiado ocupado en estudiar la plusvalía, la renta absoluta y la diferencial, y las discusiones de Lenin con los empiriocriticistas, polémicas éstas que me resultaban más reales(?) que los lobizones, a pesar de que éstos estaban cerca y aquéllas en el otro extremo del mundo.

Sin embargo en su momento me interesé por las historias que se contaban sobre el pequeño productor rural vecino de la escuelita. Este hombre era descendiente, según se decía, de una tal Soledad Cruz que había vivido "en los tiempos de la Patria Vieja". Según la tradición, Soledad Cruz fue una joven afroamericana que había nacido esclava y crecido muy hermosa. Fugada con sus hermanos se refugió primero en una comunidad charrúa y luego en los fogones de Artigas, donde tuvo amores con un lobizón del cual quedó embarazada. Su huella se perdía en 1815 en Purificación, donde creció su única hijita, de la cual tampoco nadie supo decir nada por mucho tiempo, hasta que sus descendientes volvieron desde el Norte hacia Canelones, ya próximo el fin del siglo XIX.

En cuanto a lo que ocurrió, una vez instalados en el mundo chacarero aquellos descendientes de Soledad, las versiones empezaban a contradecirse o eran muy borrosas; pero el viejo productor rural vecino a la escuela, moreno y solitario, parecía ser el último heredero de aquellas generaciones lobizónicas.

Según entendí, la pesada herencia de las metamorfosis de los viernes recaía siempre en el séptimo hijo varón. Una vecina inclusive amplió la información agregando que, siendo nuestro vecino el quinto hijo legítimo de su padre, su condición de lobizón probaba la infidelidad fecunda del progenitor.

"Creencias arcaicas y pintorescas" era mi opinión de entonces sobre estas tradiciones. Cuando finalmente descubrí que las ciencias sociales no daban respuesta a todo (me llevó muchas muertes comprenderlo) volví al país y a las raíces, y me dejé llevar por la fascinación de la vieja patria gaucha, de cuya seducción tantos años procuré en vano apartarme. Y recorriendo potreros y fragancias tropecé con el fantasma del viejo chacarero y la leyenda de Soledad Cruz.

De pronto se me hizo en el alma algo así como una luz. Un recuerdo había viajado conmigo todos estos años y en él había un tesoro que no había sabido valorar.

Soledad Cruz. ¿Qué mejor compañía que ella para recorrer el nacimiento de nuestra historia multicultural? ¿Dónde encontrar una personalidad tan fascinante como la de ella para honrar a nuestras lanceras afroamericanas, protagonistas de nuestra gesta más gloriosa?

No se puede entender la historia del Uruguay separada de la historia regional; tampoco es posible hacerlo sin reconstruir el cordón umbilical con la vieja sabiduría africana de muchos de sus mejores hijos.

No se puede comprender la especificidad de nuestra historia local sin recordar que esta tierra fue una pradera fértil y sin oro, lo cual hizo de ella apenas un lugar de tránsito para los primeros conquistadores, y por el contrario un lugar de residencia obligada para muchos prófugos del poder colonial. Así fue nuestra tierra hasta su tardía y sangrienta conquista ibérica y criollo-urbana.

En un mundo pastoril donde se podía obtener gratuitamente cueros de vaca para cambiar por lo que se quisiera, la Banda Oriental del Río de la Plata vio nacer en el siglo XVIII una cultura gaucha "de a caballo" multiétnica y multicultural, con tecnología indígena y solidaridad "zumbiana". Gente libérrima en su comercio con Europa ("contrabandistas" a los ojos del Rey de España) y libérrima en sus hábitos, inclusive con un concepto "avanzado" (o sea indígena) de la libertad sexual y de la igualdad de géneros; gente respetuosa de la Naturaleza y de la comunidad, vinculada con un amor religioso al paisaje horizontal y ondulado de la pradera y los ríos.

Quizás el alma del paisaje de la pradera también impulsaba el trato horizontal y llano, sin vueltas ni reveses, en aquel mundo pastoril solidario y encantado.

Por eso, cuando los independentistas de Buenos Aires en 1810 llamaron a la gente de la pradera para unirse a su causa, esa unión resultó muy frágil. Los gauchos acompañaban la voluntad emancipadora, pero se sentían más próximos a los indios y a los esclavos africanos (nuevamente postergados) que a los señores cultos y a los comerciantes de la ciudad-puerto.

El 18 de mayo de 1811, la gente de pies descalzos de la pradera derrota al ejército español en Las Piedras y recibe las felicitaciones de Buenos Aires. Montevideo, realista y español, queda sitiado.

Poco duró, es bueno recordarlo una vez más, el romance de los gauchos con Buenos Aires. Ya en diciembre de ese año la gente de la pradera está rodeando a Artigas en el Norte uruguayo, y son indios, negros, familias criollas del campo, guaraní cristianos y charrúas indómitos los que alumbran juntos una nueva propuesta de futuro, una utopía diferente a la de los comerciantes de Buenos Aires y a la de los españolistas de Montevideo.

Entre 1813 y 1820 el universo de pies descalzos y sueños pródigos, de manos tendidas con diferentes colores de piel pero erizadas en un sueño común, se fue extendiendo por varias provincias argentinas y sus ecos se oían ya en el Alto Perú de Tupac Katari. Los pobres de Buenos Aires y especialmente los afroporteños escuchaban esperanzados, dispuestos también a asumir su papel si se daba la ocasión (pero ello sólo pudo ser mucho después, durante el contradictorio gobierno de Rosas).

Por entonces la invasión de los soldados de élite de Portugal llegó desde el Brasil para aplastar la esperanza. Buenos Aires se desentendió del problema. Muchos sobrevivientes de la efímera utopía federal recibieron asilo en el Paraguay. Otros quedaron en el monte, como brote tenaz de futuras rebeldías.

Es importante recordar también que el Uruguay nace como estado soberano en 1830, pero bajo los auspicios de Inglaterra, sobre un modelo pro-europeo que da la prioridad a la ciudad-puerto sobre el mundo pastoril y que busca destruir las bases de la Liga Federal de Artigas.

El modelo imperante desde entonces aborreció y aborrece la propuesta (igualitaria, multicultural y de sabia relación con el ecosistema de pradera) que fuera la base de unión entre pueblos, el Sistema que proclamaran Artigas, Ansina, Andrés Guacurarí, Manuel Charrúa, Juana Bautista y Melchora Cuenca entre otros.

En oposición a todos aquellos héroes de pies descalzos, la Constitución de 1830 y sus seguidores sólo creen en el Progreso universal a la manera occidental, desconocen las síntesis que ya Artigas buscaba entre el saber europeo del sabio Larrañaga, el conocimiento tradicional indígena y la sabiduría afroamericana y popular.

La propuesta de los pueblos de la pradera fue enterrada.

Hay que reconocerle consecuencia al modelo que la sepultó. Primero buscó extirpar cada brote artiguista superviviente, legitimándose en este sentido con la Constitución de 1830; después se dedicó a exterminar a los charrúas, lo cual logró parcialmente; después el Estado Uruguayo participó en la guerra contra el Paraguay, para liquidar la experiencia más importante de desarrollo soberano; debió aplastar a muchos Saravias y Aquinos; hoy se integra al MERCOSUR para borrar la memoria de la identidad y sumarse al alegre coro del neoliberalismo, procurando por todos los medios que no se produzca la verdadera integración, la GENTESUR tan necesaria.

Pero la Liga Federal perduró en el recuerdo. Y en el recuerdo los muchos recuerdos de sus humildes y heroicos hacedores.

En las disyuntivas en que todo esto estaba naciendo, en ese mundo conmovido y mágico, vivió sin ninguna duda Soledad Cruz; y junto a ella, muchas mujeres que fueron protagonistas de las mejores esperanzas de entonces.

Ellas vivieron las esperanzas compartidas y sufrieron después los quiebres, las frustraciones, las traiciones. Hoy esas mujeres, la mayoría de piel oscura india o africana, están injustamente olvidadas en la historia oficial.

Pero no en nosotros.

Vaya la evocación de esta leyenda, o de esta realidad, en su homenaje. Que el tambor anuncie, pues, la entrada triunfal de los héroes y heroínas evocados. Que las señales de humo pidan un respetuoso silencio. Y que un viejo moreno toque atención en la trompeta, para que las tacuaras gauchas vuelvan a alzarse. Entonces todos, hasta los inmigrantes europeos de tradiciones libertarias, serán convocados; porque ellos también son parte de los de abajo.

Y Soledad Cruz volverá a galopar, joven e indómita, como María Luisa Velarde, hacia el futuro necesario.

En las páginas que siguen, una voz vagamente reconocible nos la presentará en cada estación de su larga vida.

Presten atención a esa voz, que aparecerá en muchas ocasiones, y no pregunten demasiado. Si la reconocen, si adivinan su misterio, no se lo digan a nadie. Sólo déjense llevar por ella. Aquí está.

<------ La Leyenda de Soledad Cruz

    de Gonzalo Abella (*)

CAP. I

(*) Maestro e investigador de las raíces multiculturales de nuestra región, ha sido docente en seis países latinoamericanos. Ha escrito numerosos trabajos sobre temas educativos, sociales, históricos y novelas.
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Guillermo Font - ELECTRICISTA

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