autogestión vecinal

La Leyenda de Soledad Cruz - Gonzalo Abella (*)

Capítulo I

Te escuché perfectamente. Dijiste que al mirarme, a pesar de la penumbra, adivinás un rostro vagamente familiar. Puede ser. Es muy posible que mi voz tenga para tí resonancias ya oídas en otro tiempo o en otro lugar.

Pero prefiero... en este momento ¿entendés? en este momento que tiene algo de sobrenatural... Prefiero no decirte mi nombre. No importa quién soy. De eso trataremos después, si acaso fuera necesario. Ahora quiero hablarte de Soledad Cruz.

Una negra que nació esclava, allá por el mil ochocientos... No; un poco antes debe haber sido, porque anduvo en los entreveros de la Patria Vieja.

Soledad estuvo en todos los caminos de la Patria, pero en los libros de historia no. Y eso que hay documentos que la citan, y está la memoria de los viejos que al mentarla se persignan... Algunos se persignan porque creen que tenía algo de bruja. No de bruja fea, todo lo contrario: como todas las cosas bien hechas por el Diablo, comentan, Soledad era una belleza. Eso dicen algunos de los que la conocieron, los que se animaron a hablar de ella.

Pero Soledad, como lo demuestra su apellido, no era cosa del Diablo, aunque tampoco del Dios ese infinito que tienen los cristianos. Era cosa del monte encantado, de la pradera indómita. Como era hija de africanos, creo que salió del aliento de la Pomba Gira, y al crecer sus pechos, con la adolescencia, un Exú malicioso pellizcó sus pezones para hacerlos más altaneros, más desafiantes.

Soledad Cruz. Sus labios tenían la miel del camoatí y el brillo de la flor del ceibo, que es la sangre ardiente de Anahí; su piel africana rezumaba fragancias de las selvas americanas y su andar evocaba susurros de los arroyos más profundos.

Creo que no se la menciona en los textos de historia por eso mismo, porque era demasiado de carne y hueso, porque amó y derramó su sangre por la tierra, amando la pradera en lugar de venderla, e hizo el amor en lugar de hacer frases bonitas.

Tampoco está en los libros el pardo Encarnación Benítez, que la amó en silencio; y eso que fue un héroe sin par de la gesta artiguista, allá por los pagos de Soriano. ¡Hay tantas ausencias en los libros! Los niños de ahora ni siquiera conocen a Santiago, el hijo de Artigas, oculto como una vergüenza por los historiadores porque era hijo de una mujer paraguaya de sangre india, Melchora Cuenca. Mucho menos asumen al caciquillo Manuel.

Eso hacen los libros: ocultan. En cuanto a mí, prefiero presentarte a Soledad ya moza, cuando hacía el amor con Lucio. Creo que fue su etapa más feliz.

Lucio era un gaucho fornido entre negro y aindiado, silencioso y huraño, de gran coraje y mayor corazón. No sabía lo que era el miedo, al menos lo que los mortales llamamos miedo. Desdeñoso con los godos y portugueses, a quienes desafiaba arriesgándose en cada batalla, era al mismo tiempo tan paciente con las diabluras de los gurises que entre ellos parecía un gigante bobo.

Lucio abrazó la causa de la independencia sin preguntas, sin argumentos; porque era gaucho, simplemente por eso. Se hizo "tupamaro" como decían en la época, y así decían porque estaba muy fresco todavía el recuerdo de Tupac Amaru, y las comunidades que seguían a Artigas eran mayoritariamente indias, o montoneras de esclavos alzados, o grupos de gauchos pobres y mestizos.

Fue en una batalla en que Lucio estaba en la vanguardia, cuando sintió que a Soledad la habían herido gravemente. ¿Cómo sintió eso? Vaya uno a saber. Son cosas que pasan ¿o no? El estaba en un caballo rojo como la sangre; con un brusco tirón le hizo dar media vuelta, pasó como una luz entre sus propios compañeros y al galope tendido cruzó por entre los pardos libertos que avanzaban en formación cerrada. "Soledad se muere" le dijo una muchacha negra, que avanzaba con una lanza de sauce más grande que ella, los ojos llenos de lágrimas y el labio blanco de tanto morderlo con sus dientes. "No se va a morir, carajo" contestó Lucio a la carrera, y la muchacha supo que Lucio estaba decidido a todo, aún a aquello que a un simple humano le era imposible.

Soledad Cruz. En los libros de historia no está la huella de su paso. Pero eso no es de extrañar. Alguien decidió alguna vez, en alguna parte, que las nuevas generaciones no deben conocer a la gente que hizo la historia por abajo; tan sólo deben conocer los que la disfrutaron por arriba, y en todo caso una imagen embalsamada y muerta de los que, eligiendo estar con los de abajo, trascendieron demasiado.

Eso pretenden los libros. Pero ¿sabés una cosa? Si cierro los ojos no me acuerdo de ningún nombre de virrey, y casi de ningún presidente americano, y eso que sus vidas son más recientes y sus nombres están en todas las calles. Parece que cuanto más se esforzaran los políticos en perpetuarse, poniendo los nombres de sus antecesores inmediatos en calles y plazas, preparando así su propia inmortalidad, cuanto más hacen eso, más tercamente la gente los ignora. En cambio, nadie que haya oído la historia de Soledad, o su leyenda, puede olvidarla. Nuca podrá olvidarla una persona sensible como vos. Hacé la prueba.

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La fragancia, la misma fragancia salvaje que emanaba siempre la piel de Lucio, pero sin él. La corteza aromática sin el viril contenido. Soledad despertaba y quería comprender. Su sueño seguía ansioso, agitado; pero algo muy sereno, extrañamente tranquilizador, le cubría los hombros y la invadía piel adentro.

-Es la camisa de Lucio. Envuelve mi torso desnudo, cubre los emplastos vegetales que alivian mis heridas. Pero ¿dónde está él?

La explosión había dejado pequeños buracos violáceos sobre su piel joven y morena, debajo de los pechos y a la altura del corazón.

-A la altura del corazón. Pero no siento dolor. ¡Antiguos espíritus africanos, Ogún protector! ¿Qué es esto? Me siento bien, demasiado bien. ¿Será la muerte? Pero estoy viva, y amanece. Hace frío pero me siento vigorizada; como cuando mis hermanos afroamericanos templan las lonjas y danzo para ellos y para los exús. Siento el mismo calor que dan las brasas de los ojos de Perico el Bailarín cuando me mira danzar, y a mí me gusta que me mire... aunque sabe que estoy con Lucio y no me dice nada.

Soledad intentaba recordar. La carga a lanza, el desmontar de la infantería cerca del cuadro enemigo, el grupo de lanceras avanzando sobre las posiciones españolas, los gauchos en malón galopando ahí mismo a su costado, sobre el flanco del adversario, el toque a degüello. En el monte, emboscado, estaba el resto de la caballería india, esperando la señal para entrar en acción. Todo pasaba según lo acordado el día anterior entre los jefes, en aquellos difíciles acuerdos entre indios, negros y criollos que precedían los combates contra el poder colonial. Todo se estaba cumpliendo disciplinadamente en esta ocasión.

¿Y después? La explosión, su liviano y hermoso cuerpo de joven lancera volando por el aire. Agudos dolores taladrando el pecho, quemando por debajo de los senos y entre ellos. "Es el fin", pensó, y no evocó a la Pomba Gira ni a la Patria Grande. Evocó a Lucio. Como en sueños lo vio venir, pero era imposible; Lucio se batía en la vanguardia, Artigas lo había colocado allí; no podía ser sino un sueño ese galope hacia ella, entre alaridos y tiros de mosquetería. Lucio.

-Cuando hacemos el amor le clavo mis uñas en su cuero cabelludo y queda erizado, me aprieta fuerte pero no me hace daño. Después se duerme, y me parece que su misterio no existe, que es un niño cansado, un inmenso animal del monte cumpliendo su ritual de amar y multiplicarse. ¿Sabe que estoy preñada de él? No sé si sabe; no es hablando que me ama. Casi no habla, apenas sé sobre él, sólo sé que soy su única mujer. Preñada. Me hincharé como Sinforosa, la mujer del tío Ansina. Y quedaré linda como ella. Preñada. Si el tío Ansina lo supiera me hubiera prohibido venir con las lanceras, pero todavía no se nota ¿Tendré la niña todavía en mis entrañas? Me palpo el bajo vientre y no siento nada raro, me miro y todo parece bien, demasiado bien. ¿Dónde estoy? El silencio del monte amaneciendo, no hay hedor de muerte, no estoy en el campo de batalla. Estoy al lado del río y aquí hay huellas de un inmenso animal que se alejó recientemente. Son huellas como de tigre, de tigre inmenso. Se alejan de mi lado, se hunden en el monte. ¡Espíritus del monte, tengo escalofríos!

Soledad se levantó. Anudó la camisa entreabierta cubriéndose el busto, recogió la inmensa falda sobre sus rodillas y buscó su lanza y su facón. La moharra humeaba de sangre ennegrecida al frío de la mañana, y la enjuagó cuidadosamente en el río, donde los coágulos volvieron a enrojecer.

-El agua lava todo. Las huellas enormes se pierden aquí. ¿Dónde está Lucio? Esta es su camisa, estuvo a mi lado en algún momento, después de la batalla. Colocó lo pohá ñaná sobre mis heridas, me curó, y después se fue. ¿El animal vino después? ¿Por qué no están las huellas de Lucio?

Recordó lo que había oído en el campamento, bajo aquella luna inmensa de un viernes primaveral, cuando Lucio se apartó bruscamente del fogón, interrumpiendo al vidalitero.

En esa ocasión Lucio había montado en su alazán de fuego y al galope se perdió monte adentro.

"Tiene el estigma del Lobizón" comentó entonces la abuela Isolina Luz, con toda naturalidad; "pero mañana sábado vuelve". "De seguro es Lobizón" confirmó el viejo guitarrero; "sólo monta alazanes y lobunos y los demás caballos se espantan en su proximidad. Pero aquí hay una moza que no tiene miedo de esas cosas". Y todos los ojos se volvieron a Soledad, que había venido con sus hermanos a templar los tambores en el fogón. En su cuello desnudo daba tres vueltas el collar de colmillos de jaguareté, que Lucio había colgado en silencio con manos que quemaban.

-El collar - piensa ahora Soledad, y comprueba que el collar talismán sigue en su cuello, bajo la enorme camisa anudada; -Lucio, Lucio. Tu collar me protege y protegerá a nuestra niña. Tengo que buscarte, no estás lejos. Lucio es como los charrúas, un día está en los fogones y al otro desaparece. No es como los guaraníes, ni como mis hermanos afro, ni como los paisanos de Gorgonio Aguiar, ni como los guaraníes cristianos de Andresito; de todos ellos puede saberse dónde están, con la única condición de ser sus amigos. En cambio los charrúas aparecen cuando son necesarios, y desaparecen después. Lucio es como ellos, pero al mismo tiempo es un animal solitario. ¿Desde cuándo sé... -en el fondo sé, y no lo admito- que las huellas en la arena son de él? ¿Por qué sé que no me asustaría verlo en ese aspecto, aunque él me huye para no ser visto?

Soledad salió a buscar ayuda. Caminó varias horas hasta encontrar una toldería. Eran los charrúas de Manuel.

Manuel, el caciquillo, estaba acampando con su gente; estaba cerca porque era necesario que estuviera. Soledad pasó junto a las primeras chozas y nadie la miraba (¿soy un espíritu o estoy viva?). El caciquillo tenía una antigua chaqueta de blandengue tajeada en los hombros porque le estaba pequeña, y Soledad vio su ancha espalda y el inmenso facón de metal, regalo de su padre José Artigas, colgando sobre el chiripá. Manuel estaba reclinado contra el pequeño fogón, típico fogón matrero, y se mantenía sentado sobre sus talones. Las morrudas piernas desnudas asomaban por los pliegos de la rústica tela. No se volvió, pero le reconoció los pasos.

-No lo busques ahora. El vendrá cuando tenga que venir. Estamos sitiando Montevideo. Bueno, no lo hacemos nosotros, quiero decir que están rodeando Montevideo los criollos de mi padre, con tu gente morena y con los Guaraní cristianos de Andresito. Pero no va a ser empresa fácil; no es sólo cuestión de armas y destreza. El enemigo no está sólo adentro de Montevideo: conspira en los fogones sitiadores. Va a haber más problemas con los señoritos maturrangos que con los godos. Nosotros iremos más tarde, cuando haga falta. Vos andá ahora. Reunite allá con tus hermanos.

-No quiero -respondió Soledad. Y volvió sobre sus pasos.

-Es linda -dijo el caciquillo Manuel a Senaqué; -es linda, está enamorada y está preñada. Buena cosa para esta tierra: sangre de lobizón y de lancera africana. Será una niña linda; la vieja rezadora me lo dijo. Una niña especial.

Soledad fue a preguntar a Omulú, el señor del cementerio. Para ello, debía llevar ofrendas y esperar su incorporación.

-Lucio no está conmigo -dijo Omulú, por la boca de una negra vieja que incorporaba sólo espíritus masculinos cuando fumaba tabaco en rama; -Está contigo, Soledad, aún cuando no lo ves.

Y entonces Soledad quedó tranquila. Ahora podía incorporarse al Sitio.

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Edición Internet 1998: Guillermo Font


Guillermo Font - ELECTRICISTA

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