autogestión vecinal

La Leyenda de Soledad Cruz - Gonzalo Abella (*)

Capítulo I I

Dicen que embarazada estaba lindísima.

Eran tiempos de la Patria en armas. Agonizaba el año de Nuestro Señor de mil ochocientos y once. Banderas artiguistas y fogones se alzaban sobre el Río Uruguay.

Pero la guerra no era lo principal. Nunca es lo principal, por suerte.

La vida latía, primaveral y mágica. Los gurises hacían las interminables correrías que hacen en todos los tiempos los niños de campo; los adolescentes se buscaban furtiva o abiertamente desafiando los códigos culturales de sus mayores, en un universo de plena diversidad; las mujeres ancianas se reunían a lavar la ropa y hacer comentarios sobre la sequía. Los hombres y las mujeres lanceras hablaban más del futuro promisorio que de las hazañas del presente.

Tambores africanos y percusión indígena llenaban las noches calurosas del verano austral, y los domingos violines y arpas misioneras se sumaban desafiando a las guitarras de la pradera. Las guitarras gauchas. Ellas eran las que finalmente imponían su reinado como locatarias y como insuperables en el apoyo musical a las crónicas cantadas. Cuando llegaban los paraguayos con yerba, pólvora, maíz y porotos, con el hilo de vida que sustentaba el inmenso campamento, las mozas se ponían sus mejores galas para recibirlos.

Nunca fue más acompañada la soledad de Soledad.

Los paisanos en el Ayuí se peleaban por ayudarla, por tenderle una mano para que pudiera incorporarse, en su octavo mes, de la silla de caderas de vaca; o se ofrecían para que se apoyara en ellos al cruzar un arroyito. Ahora la ayudaban a ella, siempre tan ágil, siempre tan machona para cortar leña o preparar una lanza. Ella aceptaba la ayuda con coquetería, pero no la precisaba. Y todos comprendían que a pesar de su picardía en el decir, su alegría expresada en el trato con todos, la preparación habilidosa de la cunita, no podía disimular la tristeza por la ausencia inexplicable de Lucio.

Quedaste pensando en Lucio. De él no voy a decir todo lo que sé, porque hay cosas que no deben hablarse. Los gauchos han comprendido mejor que nadie el código de los silencios necesarios, la necesidad de callar a veces como forma de sabiduría, aún en aquellos casos en los que el silencio no los defiende.

Duro código del honor y el pudor del silencio. Sufrido y callado. Así pasó por la historia "el olvidado cielo de la gauchería" como dijera nuestro poeta principal. Los gauchos me enseñaron el respeto por el secreto ajeno que no desea ser revelado.

Además te estoy hablando de un ser humano, llamémosle así, que fue visto por última vez a comienzos del siglo diecinueve. Bueno, al menos esa es la última vez en que fue visto en su forma habitual.

Lucio. Por parte de madre venía de vientre esclavo, de una negra joven y misteriosa de turbante y cigarro de hoja, que vivía en una cueva cerca del Yí. Esta joven africana, prófuga del poder colonial, vestía siempre amplias túnicas que llegaban hasta el suelo pero dejaban adivinar su hermosa silueta.

Esa sin duda fue su madre, aquella mujer africana que daba miedo a pesar de su belleza porque trabajaba la línea roja y negra de los espíritus vengadores.

En cuanto a su padre, se dice, era Gabriel Chena, hijo de Pascual Chena (sí, el colla amigo de los Artigas, misterioso curandero que venía de las tierras que se llamaban por entonces Alto Perú) y de una mujer también colla que vivía por la Colonia del Sacramento.

Así que el padre de Lucio, Gabriel Chena, era andino por parte de padre y de madre. De Gabriel Chena heredó Lucio ese pelo lacio y negrísimo, más negro que el negro, que ataba en largas trenzas bajo la vincha y que tanto admiraban las muchachas.

El de los padres de Lucio fue un romace curioso, dicen. El colla Gabriel le dejó a la moza africana, en la entrada de la cueva, un puñado de hojas de una planta sagrada que al ser mascada vigoriza y sana. Hojas de una planta que no crece en nuestro suelo, pero que siempre llegó hasta aquí desde el lejano país de las montañas.

Luego Gabriel puso sobre el puñado de hojas una flor de ceibo, blanca como la escarcha. Pero la moza africana no tocó la ofrenda. No era suficiente.

Gabriel Chena era tenaz. Sacrificó una gallineta y su sangre fue vertida sobre las hojas sagradas de mascar. La flor de ceibo blanco quedó manchada con marmoladas vetas y lucía más hermosa aún.

Entonces la moza negra se asomó y miró a Gabriel con ojos entrecerrados, sensuales y duros a la vez. Sopló una larga bocanada del humo de su cigarro sobre el rostro del colla, y el hijo de Pascual Chena lo aspiró con vehemencia. Ambos entraron a la cueva y así nació Lucio.

Pero Gabriel Chena estaba muerto desde hacía muchos años y la misteriosa africana también, cuando su hijo Lucio dejó preñada a Soledad. Ahora eran otros tiempos. Tiempos de cambios vertiginosos.

Después del fracaso al Sitio de Montevideo, como te decía, el campamento de los "redotaus" era todo él una cuna de Patria. A mi memoria vuelven y vuelven las imágenes. Fue el Ensayo General de la futura capital de la Utopía, que luego se llamaría "Purificación". Ya sé que te hablé de ello. Sólo que las imágenes vuelven obstinadas, se meten tercas en mi conciencia, y una extraña fuerza me anuncia que la misma escenografía debe aparecer otra vez.

Ah, inolvidable campamento del Ayuí. Fogones gauchos, tiendas guaraníes, refugios de barro y paja de las comunidades negras con tambores, músicos mestizos con trompetas y guitarras, indios cristianos con violines y pífanos jesuitas, las culturas se entrelazaban en el diálogo, en la música y también en algún noviazgo furtivo. En los amaneceres los niños iban al río, al inmenso río Uruguay, para ver en la margen oriental- ¡en la tierra a la que volverían! -el humo de los campamentos de los charrúas que los estaban esperando pacientemente.

Campamento del Ayuí del año de Nuestro Señor de Mil Ochocientos y Once. Margen derecha del Uruguay, playas de San Antonio del Salto Chico. Por allí camina Soledad, con su panza y sus ensueños.

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El tío Lencina, a quien llamaban Ansina, jugaba con un palito revolviendo las brasas. Armaba montoncitos humeantes con ellas y al mismo tiempo amontonaba sus pensamientos, los agrupaba, como grupos de lanceros en formación; esperaba el clarín para soltarlos a volar en las palabras, y el clarín iba a ser la pregunta inevitable de Soledad.

-Tío, ¿dónde está Lucio?

-Ah, mi pequeña Soledad en soledad. Sentate. Aquí estás más cómoda con tu panza... así. ¿Sabés una cosa? Sos la viva imagen de tu abuela... Conocí a tu abuela cuando ella tenía quince años y yo doce. Mi padre había sido vendido y el suyo también. Me iba a fugar, y sólo a ella se lo confesé. Voy a ir a la Aguada, eso le dije, y allí hablaré con los marineros. El mar siempre me llama, se mete en mis sueños, me habla. Conoceré tierras lejanas, quizás pueda volver a nuestra Madre Africa. Voy a ser libre, ¿entendés? Pero ella me miró con dureza de niña-mujer que a mí me parecía entonces de mujer grande. "Mis hijos también van a ser libres, Joaquín"; eso me contestó. "Y no será necesario para ello volver a Africa: nuestros espíritus guerreros, las fuerzas de nuestros antiguos muertos están por fin aquí. Han decidido acompañarnos, viajan en el viento que hincha las velas de los barcos negreros. Cada barco que llega con hermanos encadenados los trae también a ellos, y con ellos seremos invencibles". Eso me dijo tu abuela.

-Mi abuela te dijo más. Te dio mucha sabiduría.

-Sí. Esa sabiduría que sólo las mujeres tienen, porque ellas recuerdan cuando nosotros olvidamos. Con la leche materna entregan la memoria, y cuando su hijo es arrancado de sus brazos para ser vendido le susurran su nombre secreto, su "su" verdadero que nunca deben olvidar. Tu abuela me habló de tí, veinte años antes de que nacieras, y me pidió que te cuidara. Cuando los piratas me capturaron en alta mar y me vendieron en Brasil, me reí de tu abuela, pensé que se había equivocado porque yo nunca volvería del infierno de la caña. Pero todo se está cumpliendo como ella anunció. También me informó entonces que tendrías un hijo con Lucio para que la profecía se cumpliese. Una hija.

-¿Qué profecía, tío Lencina? ¿Dónde está Lucio ahora?

-Los viejos hablamos demasiado, hay que admitirlo. Pero los recuerdos se van agolpando, escarbamos en ellos y se revuelven y entremezclan como la yerba cuando se da vuelta el mate. En aquellos años, cuando yo estaba en el Brasil...

-Brasil. Ese es el punto más importante de tu vida, tío querido. Ahora lo sé. Fue entonces que llenaste tus maletas de sabiduría. Allí y no aquí llegaron los espíritus de nuestros mayores. Los muertos sabios te hablaron. Estuviste muy junto a ellos ¿verdad?

-Cerca de los muertos sabios y de la muerte estuve. El látigo, el sol de hierrro, el hambre, los andrajos y la suciedad, los mosquitos y las fiebres. Fue muy duro, mi querida Soledad. Al principio me sentí más lejos que nunca de la vida. Pero había algunos de entre nostros que eran especiales. Nuestro deber era protegerlos; que los capataces no advirtieran que tenían la señal de Ogún Beira Mar. Ellos sentían las voces del finado Zumbí. El jefe de los antiguos esclavos insurrectos se incorporaba en ellos y nos alentaba para la libertad. Un día Zumbí habló conmigo, y cuando salimos al cañaveral todos sabían que yo también tenía las visiones sagradas. Yo no les dije, pero todos sabían. Desde ese día hablé portugués tan bien como el guaraní, el bozal, el charrúa y el castellano.

-Ahora todos entendemos el portugués; ya no es sólo la lengua del enemigo. La Banda es una inmensa frontera y muchos gauchos tupamaros son de origen brasileño. Durante el Sitio ya nos reuníamos a cantar todas las noches. No te he visto en los fogones, tío Lencina, ni en la rueda de tambor ni con el arpa-miní que te obsequiaron los guaraníes. Es hermoso cantar en el fogón, ¿sabés? entre tantos hermanos diferentes. Cuando rodeábamos Montevideo, con Victoria la Payadora, íbamos hasta las murallas y desafiábamos cantando a los godos. Nuestras voces los enojaban más que los alaridos de guerra charrúas. Nos tiraban orines y balas, pero no nos veían. Cada vez cantábamos más cerca. ¿Cantabas en Brasil, tío, a pesar de todo?

-No se puede soñar sin canciones. El barracón era nuestra universidad. Me enseñaron a leer los grandes maestros de la Hermandad Secreta. Me mostraron en un plano hecho en la tierra las rutas ocultas, que llegan hasta más allá del mato y el sertâo, hasta el misterioso mar de los Caribes y aún hasta la otra mar océana, donde la Hermandad ya tiene sus casas de refugio y de oración. Me hablaron también de los mozos criollos, niños ricos y audaces, que conspiran para que esta tierra se declare independiente de España y sueñan con vestir a la moda inglesa. Con ellos no hay esperanza de mejora para nuestra raza; eso me advirtieron los hermanos. -Y te enseñaron a hacer daños y a curar.

-¿Daño? Sólo a los esclavistas más crueles, para que mueran de fiebre y calenturas. Eso es fácil, porque el odio está en ellos, sólo hace falta cambiar la senda de la energía. Pero lo principal, que es el sistema esclavista, no se cambia con daños. Se cambia con la fuerza de todos. Hay otras hermandades secretas, Soledad. Con ellas debemos reunirnos. Tupac Amaru, por ejemplo, supo hace mucho tiempo que los criollos no eran la salvación de los indios. Lo descuartizaron, pero sus átomos se esparcieron así más rápido por todos lados en el suelo americano. Los indios también tienen sus redes secretas, sus coaliciones continentales y sus agentes secretos. Son los átomos del cuerpo de José Gabriel Condorcanqui, el Tupac Amaru Segundo. Es así, mi niña grande. Los indios, o mejor dicho los pueblos originarios de América, tienen sus representantes secretos en todas partes.

-¿Artigas?

-No lo repitas. Hay cosas que para que triunfen han de andar ocultas. ¿Eh? ¿Cómo te dije, cómo te acabo de decir...? Buena frase. Hay cosas que... Se la voy a enseñar a otro amigo de la Hermandad, cuando nazca.

-Tío, por Dios, hablame de Lucio.

-Tendrás que saber la profecía, pero aún sos una niña. Vas a ser mamá pero en muchas cosas aún sos una niñamujer. Vas a vivir mucho, Soledad. -Tío, una vez más, ¿Dónde está Lucio?

-Al final de tu camino.

<------ La Leyenda de Soledad Cruz

    de Gonzalo Abella (*)

CAP. I I I

(*) Maestro e investigador de las raíces multiculturales de nuestra región, ha sido docente en seis países latinoamericanos. Ha escrito numerosos trabajos sobre temas educativos, sociales, históricos y novelas.
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