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La Leyenda de Soledad Cruz - Gonzalo Abella (*)

Capítulo V

¿Qué fue de la vida de Soledad en aquellos años paraguayos? ¿Qué fue de su niña en suelo oriental? Hay pocos datos, pero no creo que hayan sucedido cosas muy destacables por entonces.

Siempre me sorprendió la ausencia de cartas, aún entre aquellos exilados que sabían leer y sus familias que habían quedado en suelo uruguayo. Había como un estoicismo muy charrúa, muy gaucho.

O quizás la verdad sea otra. O haya un complemento a esta verdad. Quizás la Hermandad de los Hijos de Zumbí y la red secreta guaraní eran los caminos selváticos de la comunicación, la ruptura del bloqueo que el mundo "civilizado" impuso al Paraguay de Gaspar Rodríguez de Francia y de los López.

Soledad esperaba. Sabía que faltaban muchos sucesos extraordinarios todavía en su larga vida. Lucio y María de Zumbí, de alguna manera extraña y desconocida, o mejor dicho de dos maneras diferentes pero igualmente misteriosas, se comunicaban con ella.

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CambaCuá, el hogar paraguayo de los lanceros de Artigas, vivía su rutina de siempre. Entre el verdor de la naturaleza tropical se oían permanentemente los cencerros y los mugidos de las lecheras, mezclados con las risas alegres de los niños.

Todos los domingos a las diez de la mañana en la blanca capilla se oía el tañer de la campana, y los caminos de la villa, de tierra roja como la sangre, se llenaban de hombres, mujeres y niños cuya piel oscura contrastaba con sus blanquísimas vestiduras.

Entonces en la enramada aparecían los tambores y el fuego ritual tensaba las lonjas de cuero para la celebración. Los jóvenes tamborileros entraban persignándose ante el Santo Negro y muchachas adornadas con guirnaldas rojas y amarillas danzaban descalzas para el Santo.

Pero aquel domingo, después de la Misa danzada, cuando la gente comenzaba a dispersarse volviendo a sus chacras para el almuerzo dominguero, una polvoreda comenzó a divisarse por el camino real. Un galope de ese tipo era algo inusual en la plácida vida de la villa, exceptuando cuando se organizaban carreras de sortijas según la vieja tradición de la Banda Oriental.

No había desmontado el chasque y la noticia ya corría por la villa: Artigas y Ansina venían a visitar a sus antiguos hermanos negros. ¡Artigas y Ansina venían a CambaCuá!

"Veinte y tantos años que no veo a Artigas" pensó Soledad, alisando sus rizados cabellos ya canosos; "Ansina sí pasó alguna vez fugazmente por aquí, pero Artigas... Estuvieron veinte años allá en Curuguaty, y después de la muerte del Dr. Francia los encarcelaron. Ahora Carlos Antonio López los llama como asesores del gobierno, y los dos desandan el camino al Sur. Su carreta pasará por CambaCuá, porque así lo han pedido ellos... ¿Cómo estarán? ¿Qué pasará ahora? ¿Habrá cambios? También ellos sufren como yo. Ansina dejó a su mujer y a tres hijos allá, contra el Kuarahy-Cuareim y sólo uno de ellos vino después a verlo; Artigas dejó su amor, su amor de madurez, sus hijos, su familia. Yo... ¿Tendré por ellos noticias de mi hija? ¿Conseguiré alguna señal? María de Zumbí debe tener ahora treinta y tres años... Sé que está bien, mi corazón me lo dice. ¿Conoció el amor? ¿Sabrá, pobre hijita, cuál es su destino, por qué debía volver a la Banda Oriental? Es fundamental que haya conservado el collar con los dientes de jaguareté... ¿Se lo recordé aquella noche, cuando Francisco de los Santos la alzó entre sus fuertes brazos...? Eran tanto mi dolor entonces, tantas las cosas que debí decirle, y ella todavía tan pequeña para comprender...

Hijita adorada ¿Cómo puedo recuperarte niña, para vivir contigo tus primeros pasos de mujer? ¿Cómo puede ser tan cruel la vida, tan doloroso el camino de la profecía? ¿Por qué titila tan fría, tan distante la Huella de la Pata del Ñandú? ¿Hasta cuándo, hasta cuándo, espíritus del monte, de la selva y de la mar océana, van a hacernos sufrir? ¿Qué culpa antigua estamos pagando? O mejor aún -quiero creerlo así- ¿qué futuro espléndido estamos preparando? Hay olor a sangre en el aire, anuncio de más sangre, de mares de sangre sobre la tierra paraguaya. Pero no será enseguida. El tío Lencina debe tener respuestas. La Hermandad ha enviado sus emisarios todos estos años, Ansina sigue siendo de los Principales."

La carreta llegó por fin. Ansina, con sus ochenta y tantos años, saltó ágilmente al suelo. Entre él y el amanuense del Presidente ayudaron a bajar a Artigas. El viejo Protector avanzó firme. Los antiguos lanceros y lanceras habían formado una hilera con sus lanzas y tambores. Soledad se puso firme, en medio de la fila de las viejas guerreras afroorientalas.

Ansina hacía las presentaciones, o mejor, las recordaciones; él sí había estado en los últimos tiempos discretamente en CambaCuá, había retomado los contactos. "Por acá, che Pepe. Este viejo de mota blanca ¿lo reconocés? era aquel mozo que peleó con vos en Paso del Rey; y este otro te acompañaba cuando el puma se metió en tu tienda de campaña... mirá, acá está Soledad, que sigue siendo una moza lindaza a pesar de las canas" y le agregó al oído a Artigas : "la compañera de Lucio, ¿te acordás?".

Artigas que iba abrazando a los CambaCuá uno por uno, se detuvo y entrecerró los ojos con dominada emoción: "Vos sos la madre de la niña" dijo a Soledad; "¿qué sabés de tu hija?" "Sé que está bien, tío Pepe." "Tenés que ir a verla; ahora arreglaremos eso con Carlos Antonio".

A Soledad le dio vuelta el mundo. ¿Entonces se podía? Su corazón galopó hasta la costa atlántica de la Banda Oriental, se preguntó por un momento si Francisco de los Santos viviría aún, recordó más cosas en ese momento, de golpe, que en veintitantos años de exilio. Su corazón latía con fuerza como si fuera a estallar, pero no abandonó la formación.

Artigas abrazaba al último de sus antiguos lanceros, que no disimulaba las lágrimas que goteaban sobre su barba entrecana; y entonces se le acercó un grupo de adolescentes y niños de CambaCuá que veían por primera vez a aquel viejo, a la leyenda viva de la Liga Federal. "Quieren tu bendición, che Pepe; como en los viejos tiempos" dijo Ansina sonriendo; "A mí me ven más a menudo, pero una bendición tuya no es cosa de todos los días". Entonces Artigas fue poniendo su mano sobre la cabeza de cada adolescente y cada niño, diciendo: "Nuestro canto es poderoso, y nuestro camino es largo. ¡Que la Cruz del Sur te ilumine para seguirlo! Oré rapé mbucú itereí."

Luego subió a la carreta lentamente y sin decir palabra. El cuarteador azuzó a los bueyes, saludando apenas con la picana las ancas de las bestias; tras Artigas, Ansina trepó ágilmente y lo mismo hizo el amanuense del Presidente López. La carreta comenzó a alejarse.

<------ La Leyenda de Soledad Cruz

    de Gonzalo Abella (*)

CAP. V I

(*) Maestro e investigador de las raíces multiculturales de nuestra región, ha sido docente en seis países latinoamericanos. Ha escrito numerosos trabajos sobre temas educativos, sociales, históricos y novelas.
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Edición Internet 1998: Guillermo Font


Guillermo Font - ELECTRICISTA

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