autogestión vecinal

La Leyenda de Soledad Cruz - Gonzalo Abella (*)

Capítulo V I

A Soledad todo le parecía fácil ahora. No era tan complicado viajar, después de todo, cuando hay manos hermanas a cada legua de camino, un fogón fraterno en cada rancho escondido, y los ojos del monte velan con amor si vuelve una emisaria de la tierra roja donde vive Artigas.

No fue sólo el reencuentro con su hija, moza que no le debía envidiar nada de su antigua belleza; fue el reencuentro con las fragancias, con los viejos espíritus del monte, con las olas eternas del mar océano, con los amigos. Con los amigos. Qué dulce palabra, Dios, la palabra amigo, cuando se comparte un sueño obstinado y febril, sólo momentáneamente derrotado; cuando se lee en los ojos del otro nuestra simétrica terquedad, cuando comprendemos que seguimos jugados por algo que jamás hemos traicionado.

Parece que Soledad entendió muchas cosas en ese viaje tan removedor.

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-¡Soledad! ¿Vos? ¡San Baltazar bendito! ¡Volviste a Camba Cuá!

-Claro que volví. No soy un fantasma, no soy la póra, chamiga.

-Pero contá, che hermanita... ¡Contá cómo está tu hija! ¡Moza debe estar! Contá qué hermanos viste por allá...

Soledad volvió más fuerte y más joven a CambaCuá después de estar un mes en la nueva República Oriental. Veinte días había acompañado a su hija en los campos de Rocha, habíase entrevistado con María Centurión, la hija de Artigas, y había llegado hasta el Cuareim por la Bajada de Pena para ver a Sinforosita Lencina.

Supo los horrores que la nueva república había impuesto a los sobrevivientes de la gesta heroica; el genocidio de los hermanos charrúas, el envío en jaula a Europa de su hermana india Guyunusa, de su compañero Tacuabé, de Senaqué y Vaimaca Pirú.

El Manuel Karapé, hijo del caciquillo Manuel y nieto de Artigas, vivía disfrazado de peón rural para evitar la represión. Le narró cómo el gobierno había enviado a Montevideo una caravana de mujeres charrúas con sus hijitos, los cuales habían sido finalmente arrancados del lado de sus madres tal como antes había hecho el poder colonial con los niños esclavos. Durante una semana, contaba el Manuel Karapé, en Montevideo se habían oído los ayes de dolor de las madres charrúas, en lo que parecía un grito único y sobrenatural, pero que era el pedido desgarrador a los hijitos para que no olvidaran sus nombres verdaderos, sus sus auténticos.

El hijo del caciquillo narró con indisimulado orgullo el ajusticiamiento de Bernabé Rivera en Yacaré Cururú, después de los dolorosos días del potrero de Salsipuedes y del Queguay; y habló con desprecio de una Constitución y unas leyes que sólo admitían como electores a los poderosos de la colonia y la Cisplatina, o sea a los viejos enemigos de Artigas.

Después los ojos del Manuel Karapé brillaron mientras le susurraba un secreto:

"La hija de Guyunusa vive; tu hermana charrúa la parió antes de morir en aquellas tierras lejanas y la pequeña se escapó en brazos de Tacuabé... debe ser ya una moza grande, y por ahora debe quedar allá, en Europa" le confió por fin, y Soledad se estremeció porque la hija de Guyunusa debía vivir según la profecía en la cual su propia hija era el eslabón principal.

Finalmente el Manuel Karapé habló de los Sepé, de Sepé Tiarayú y sus hijos, de Canaeyé y los charrúas de la diáspora, refugiados entre sus hermanos tobas en el Chaco argentino. "Van a volver cuando Artigas diga. O cuando reciban la señal. No importa si pasan siglos. Artigas va a volver en su morito"

Inaê, María de Zumbí, vivía con su compañero en un puesto de la estancia de Francisco de los Santos, que había sido como un padre para ella; y tenía dos pequeños, un varón y una niña. El varón era la cara del abuelo Lucio, y era diestro jinete en caballos alazanes y lobunos. "Jamás monta bicho de otro pelo" dijo una María de Zumbí orgullosa a la abuela viajera.

La niña de Inaê había salido milagrera: curaba enfermos con sus manitos suaves.

Porque Soledad se lo había anunciado de pequeña, Inaê María de Zumbí sabía que una profecía debía cumplirse en su vida, pero la esperaba sin prisa, trabajando la tierra, atendiendo a sus pequeños hijitos, feliz en el disfrute de los años que le tocaba vivir.

La llegada de su madre fue para ella una inmensa alegría y un renovado orgullo: su madre venía del Paraguay invicto, del Paraguay de la leyenda, donde todavía ardía la chispa de la resistencia americana, enfrentando con tecnología propia a los ambiciosos imperialistas europeos y sus lacayos rioplatenses; y más exactamente venía de CambaCuá, el lugar sagrado donde los lanceros afroorientales de Artigas esperaban todavía la hora del regreso, donde se escoltaba la imagen del Santo Negro, del San Baltazar Ogún de los abuelos.

"En un mes partimos para el Durazno", le dijo María de Zumbí a Soledad; "Con mis hijos y mi marido nos vamos a vivir entre los guaraníes de San Borja del Yí. Hay una mujer, Luisa Tiraparí, que está organizando a esa comunidad... Sí, sé lo que estás pensando; ya sé que es la viuda de Fernando Tiraparí, el guayaquí que a las órdenes de Rivera exterminó a muchos de los suyos en Santa Rosa del Cuareim... pero Luisa es una mujer valiente, una kuñakaraí, es ipy'aguasú itereí, y está defendiendo las tierras de los guaraníes y de la gente pobre. Hay ya muchos hermanos afro en la comunidad. ¡Hasta una orquesta con tambor, guitarra y violín...!"

Soledad sabía que eso debía ocurrir; su hija daría testimonio, con su muerte, de la nueva alianza de culturas entre indios y afroamericanos en el seno de la Patria Gaucha; algún inmigrante europeo debería converger también, para que la nueva masacre fecundara la tierra oriental con la sangre mezclada de sus mejores hijos. Esa era la profecía. "Sabés que te esperan momentos muy difíciles, hijita" "¿Qué voy a hacer, mamá? Las tierras de Francisco de los Santos se van reduciendo a nada; San Borja del Yí es la libertad, Luisa es ahora la libertad, es la dignidad de la vieja Purificación, aunque sepamos que tampoco va a durar mucho. Buscar la libertad es nuestro destino, porque así lo dicen las cuatro estrellitas ¿verdad?" "El collar, hijita; el collar con los dientes del jaguareté. Debe quedar en el cuello de tu hijo mayor antes de que llegue tu fin. No te olvides".

La despedida no fue triste. Ambas tenían mucho por hacer, y la esperanza de un reencuentro parecía más fácil ahora, después de aquellos veintitrés años de separación. La última noche, cuajada de estrellas sin luna, un inmenso meteorito cruzó el espacio y ambas sintieron que era el saludo de la hija de Guyunusa, allá en tierras muy lejanas, que sabía de su reencuentro en tierra orientala y había pensado en ellas unas horas antes, cuando era noche en aquella parte del mundo. Aquella muchacha también estaba cumpliendo con su destino.

"Hija, vuelvo por Paysandú. Debo poner unas flores en la tumba de María Aviará. Cruzaré el Uruguay más arriba, después vadearé el Paraná por el Paso de Encarnación y volveré a CambaCuá. En el último tramo me acompañarán los soldados de López que Artigas mandó a la frontera. ¿Te acuerdas del avañe'é, nuestra lengua general?" "¿Cómo me voy a olvidar, mamá? Y también las palabras bantú que me enseñabas para rezarle al mar, que es el camino a nuestra Madre Africa. Soy Inaê, hija de Tana y del Espíritu de la Fiera, que es el Vengador de los oprimidos; Zumbí me habla en la tormenta; la montaña lejana me aconseja; el relámpago es mi padrino" "Muy bien, hijita. Despedime de mis nietitos. No, no los despiertes: de todos modos, el recuerdo que conserven de mí será muy vago, lo sé; pero renaceré de otra forma en ellos. Que duerman ahora. Abrazame por un momento, y nos decimos adiós. Sin llanto, hijita, hasta pronto ¿Sí?"

<------ La Leyenda de Soledad Cruz

    de Gonzalo Abella (*)

CAP. V I I

(*) Maestro e investigador de las raíces multiculturales de nuestra región, ha sido docente en seis países latinoamericanos. Ha escrito numerosos trabajos sobre temas educativos, sociales, históricos y novelas.
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