Arte, literatura y masculinidad
Estampa de varón
Uruguay Cortazzo
Al estudiar las relaciones que existen entre la masculinidad y la creación artística, surgen ciertas dificultades metodológicas sobre las que conviene reflexionar.
Muchos de estos planteos se fueron conformando a través de la lectura del libro pionero de Carlos Reyero Apariencia e identidad masculina. De la Ilustración al Decadentismo. Corresponde, pues, que este artículo se presente, en parte, como una reseña algo ampliada de esta obra.
Los antecedentes
Un investigador italiano, Mario Praz, publicó por los años cuarenta una obra donde procuraba estudiar el erotismo del siglo XIX, no como una manifestación de psicologías individuales particularmente afiebradas o pervertidas, sino como una serie de temas que se venían trasmitiendo por la tradición literaria y pictórica y que adquirieron con el romanticismo y el decadentismo un espectacular esplendor. Entre los muchos aportes de este libro, se demostraba la existencia de un verdadero arquetipo obsesivo y perturbador al que se llamaría el motivo de la femme fatale, la mujer fascinante y destructora de los hombres. La obra de Praz se transformó en un modelo para analizar la iconografía femenina creada por los artistas y escritores masculinos y permitió confirmar la persistencia de una mitología profundamente misógina en ese período. Ejemplos magistrales de este tipo de estudios son los Bram Dijkstra y Erika Bornay. Carlos Reyero se sitúa en esta misma línea metodológica, pero invierte el objetivo: lo que le interesa ahora es cómo se presentaron a sí mismos los varones.
Varón ¿un arquetipo desconcertante?
Para llevar a cabo esta tarea, el autor realiza un exhaustivo inventario de las actitudes y roles más apreciados por la literatura y la pintura para configurar la imagen del varón y sus significados simbólicos. Así vemos desfilar por los diferentes capítulos a atletas, trabajadores, triunfadores, héroes sociales, seductores, caballeros, padres de familia, amigos, derrotados, andróginos, homosexuales, dandis y víctimas. El libro se cierra, sin embargo, sin que aparezca una necesaria conclusión, lo cual sume al lector en el desconcierto: la imagen del varón se le escurre en innúmeras formas que se desconocen muchas veces, cuando no se oponen o se contradicen.
Según declara el autor en el prólogo, su pretensión fue "relativizar el concepto de virilidad que, tan sagradamente respetado, se forjó en el siglo XIX y que, en no poca medida, ha sobrevivido hasta nosotros" (p.13). Puede inferirse, entonces, que su objetivo era demostrar que más allá de una "imagen central" del varón, como la llama en cierto momento, existieron otras configuraciones: la "diversidad de apariencias" ( ) traduce una diversidad de identidades (p.13). ¿Quiere decir esto que el esfuerzo del siglo XIX para presentar una imagen coherente y rigurosamente definida del varón, fracasó en el arte, al revelar éste la identidad plural de la masculinidad? Obviamente no. Reyero tiene que reconocer, inmediatamente, que estas otras configuraciones no significaron alternativas reales al modelo central: "la diversidad de apariencias a través de las cuales se trató de definir la condición masculina durante el período estudiado no pretende ni remotamente concluir que existiera, ni de manera expresa ni sobreentendida, un abanico de posibilidades, ni menos que éstas fueran excluyentes". (p.12)
Centro y periferia de la masculinidad
La pregunta que surge entonces es: si esas diversas apariencias son identidades sin posibilidades de efectivizarse ¿qué valor tuvieron? ¿qué relevancia adquirió la imagen del Don Juan apasionado frente a la figura del esposo monógamo, autocontrolado y responsable? ¿la del homosexual frente a la del heterosexual?, ¿y la del hercúleo obrero frente al andrógino?, etc.
Arte y literatura no se limitaron a presentar un complejo panorama de la virilidad: también evaluaron ideológicamente esas figuras. Reyero ha suspendido, en este preciso punto, la teorización sobre la conflictividad que subyace en esta proliferación de íconos [La bibliografía desatiende toda referencia a una teoría de la masculinidad. Teniendo en cuenta, además, que el tema está contaminado de ideología, por un lado, y de derivaciones utópicas por otro, las presuposiciones teóricas son cada vez más urgentes. En principio puede pensarse que los estudios masculinos surgen como una consecuencia lógica de la investigación feminista y homosexual, pero creo que no se debe escamotear el hecho de que también se derivan de las insuficiencias y los reduccionismos constatados en mucha práctica feminista. Creo que es necesario asumir esta polémica implícita sin temor de volverse sospechoso de restauracionismo patriarcal. Elizabeth Badinter no tiene reparos en manifestar esta aprehensión cuando critica al movimiento neo-masculino: "Pero, ¿cómo dejar de temer que bajo la apariencia de lo nuevo no se escondan viejas recetas del patriarcado de las que tanto nos ha costado liberarnos?" Reyero conoce la dificultad de interesarse por la masculinidad: "Me gustaría únicamente que se interpretase mi aportación como un punto de vista sobre la apariencia y la identidad, inevitablemente masculino, pero tampoco necesariamente anti-femenino". A mi modo de ver estaríamos frente a un nuevo prejuicio: toda masculinidad se construye sobre la opresión de la mujer. No hay pues reivindicación masculina posible sin anti-feminismo, salvo aquella zona que un hombre tiene de mujer. ¿No es esto una nueva negación de la diferencia y la otredad? ¿No estamos ante la posibilidad de generar una ideología opresiva? Negar los riesgos de restauración sería una ingenuidad -ver el fascistoide "El Macho Tumbado" del argentino Rolando Hanglin-, pero es inaceptable que en nombre de esta presunción se sospeche de toda exploración que no coincida con las expectativas consideradas como correctas. Con esta nota quisiera solamente poner de relieve que el tema de la masculinidad es un campo minado y que la teoría tendrá que irse elaborando en torno a la clarificación de las dificultades que se vayan encontrando, tanto a nivel de crítica ideológica como de propuestas políticas. Ni toda simple declaración profeminista constituye una garantía ni toda crítica a postulados feministas debe ser sistemáticamente interpretada como restauracionista.] Una metodología atenta a la jerarquización ideológica de las imágenes, debería comenzar por describir el modelo dominante e ideal de masculinidad [Reyero se exime de esta tarea argumentando que ya ha sido realizada por la crítica feminista. Sin embargo acota que ese modelo está presente en "miles y miles de obras". El nivelamiento de lo mayoritario con lo minoritario hace desaparecer los conflictos ideológicos del asunto.], observar su proyección en el arte y la literatura, para después apreciar el distanciamiento y las oposiciones que se le hicieron. Al no adoptarse por este camino, los temas y motivos que reúne quedan situados en un mismo plano ideológico, donde conviven armónicamente las imágenes mayoritarias con las minoritarias, creando el efecto ilusorio de una cultura amplia y tolerante con respecto a la identidad masculina. Se entra así en contradicción con los propios supuestos históricos del trabajo, que caracterizan al siglo XIX como el creador de un concepto de masculinidad rígido y estereotipado (p.45).
Masculinidad y patriarcado: relaciones peligrosas
La diversidad de apariencias no solo relativiza el concepto de virilidad. Tampoco apunta únicamente a demostrar que estamos frente a un arquetipo complejo; demuestra también la existencia de una polémica en torno a una imagen mayoritaria que se quiso presentar como la única alternativa posible.
Para apreciar mejor este conflicto es preciso, pues, crear categorías teóricas que nos permitan interpretar con mayor precisión la función de esta "diversidad de identidades" constatada con Reyero. Un primer paso es el de distinguir la cultura patriarcal -principal objetivo de la crítica feminista- de lo que sería una cultura masculina, nuevo campo de reflexión que se nos está abriendo ahora.
Por cultura patriarcal entiendo toda creación simbólica que promueva la superioridad del varón sobre la mujer. La cultura masculina se definiría, por su lado, como toda creación simbólica realizada por varones. Esta distinción nos permite evitar que el concepto de masculinidad quede enteramente absorbido por el de patriarcado. [A nivel de la psicología arquetípica se ha planteado una distinción estructuralmente similar: el patriarcado sería expresión de la masculinidad inmadura. La masculinidad madura sería su superación (R. Moore y D. Gillette). Identificar masculinidad y patriarcado constituiría un nuevo prejuicio sexista: reducir lo masculino a una serie de atributos negativos como autoritarismo, violencia, insensibilidad, depredación, etc. Prejuicio al que podríamos llamar misandría.] Lo patriarcal queda así acotado por lo ideológico. Su homogeneidad y cohesión le vienen de la defensa de la jerarquía masculina y no del género sexual del productor. Se puede postular, entonces, que la cultura no es solo un patrimonio de los hombres, sino también de aquel sector de la cultura femenina que asumió como correcta esta ideología ayudándola a mantenerse. Por su lado, la cultura masculina sería un concepto mucho más amplio y complejo. Su delimitación atiende solo al hecho de que es producida por varones. Ideológicamente se presentaría como una gama heterogénea de posibilidades. La cultura masculina incluye a la patriarcal, pero la desborda. Y a este desborde nos lo podemos representar espacialmente como un distanciamiento, en diversos grados, del modelo patriarcal: crisis, crítica, oposición, disidencia, subversión, alternativa, etc. Al atender, ahora, al género del productor y no a la ideología, este concepto permite incluir toda esa zona que el modelo patriarcal desconoce, resiste o rechaza. Se visualiza, de este modo, la opresión cultural realizada por el patriarcado sobre el varón [Este es uno de los fundamentos más sólidos del neomasculinismo. No se trata solo de cuestionarse como dominador, sino de tomar conciencia de que se es también un dominado y oprimido por ese mismo sistema. Reyero asume este supuesto, pero aclara que no le interesa verificarlo en su trabajo.], al mismo tiempo que la existencia de una zona de apertura y experimentación hacia nuevas posibilidades. El análisis de los productos culturales, al observar el grado de adecuación al modelo dominante puede detectar la presencia de matices de desacomodo, desarticulación o fugas para historiar la formación de esta conciencia de la opresión masculina. El romanticismo, se revela aquí como una pieza clave: al reivindicar una imagen de varón sensible, afectuoso, arrebatado y pasional, que busca restaurar el contacto con las fuerzas naturales, abre las puertas al mundo de la emocionalidad masculina, desestabilizando de modo irreversible el vínculo identificatorio entre varón y racionalidad, considerado medular en la imagen patriarcal. [Reyero apunta incidentalmente este conflicto: "frente al héroe clásico, todo el romanticismo estuvo fascinado por un hombre nuevo, caracterizado por la elegancia y el ingenio, la soledad desesperanzada y la pasión inquieta como impulsara Stendhal". Más adelante: "de modo paralelo existió también, forjada ya durante la Ilustración, otra imagen muy distinta, más receptiva, que hizo del hombre sujeto de compasión y de deseo, cuya difusión fue posible, sobre todo, gracias a la irrupción y transformación de sentimientos románticos que permanecieron durante todo el siglo XIX". Sin embargo, el autor, no hace de este enfrentamiento una clave interpretativa que, creo, explicaría mejor la "diversidad" que el argumento del relativismo. De todos modos, se puede entreverar que el siglo XIX no se caracteriza por proponer una imagen muy unificada del varón, sino fuertemente contradictoria.] Se desencadena, de este modo, la exploración de los aspectos oscuros, extraños y perversos de la virilidad, motivo predilecto del decadentismo que traerá como consecuencia la erosión de otro vínculo identificatorio no menos importante varón y heterosexualidad. El proceso culminará con la afirmación contundente de la bisexualidad por parte de la ciencia freudiana. Este desarrollo, sin embargo, no se realiza sin contradicciones: la evolución de la imagen masculina no implica necesariamente un abandono total del modelo patriarcal, pero sí va pautando su progresivo descaecimiento y fragmentación. Esas contradicciones deben ser evaluadas como progresistas frente a otras posiciones claramente conservadores.
El antipatriarcalismo. Problemas interpretativos
El caso de "La Venus de las Pieles" de Sacher-Masoch puede servirnos para ilustrar las dificultades hermenéuticas que pueden plantearse, puesto que en este autor se combinan de modo complejo cierta fobia hacia la mujer con un proyecto de superación de la conflictividad de los géneros. Dijkstra, al estudiar esta obra, desconsidera este proyecto y reduce la obra a una pura misoginia pre-nazi. Deleuze, por su lado, apoyándose en la intención crítica de Sacher-Masoch, interpreta "La Venus" como un intento por restablecer la ginecocracia mediante la negación del padre. De acuerdo con las categorías que hemos propuesto, para Dijkstra, Sacher-Masoch integraría la cultura patriarcal. Para Deleuze, sin embargo, sería parte de la cultura masculina disidente.
La misma dificultad se enfrenta con la cultura homosexual finisecular, puesto que arrastró en gran medida la misoginia (Wilde) o se identificó como lo femenino tradicional -el uranismo- confirmando el modelo patriarcal que negaba a los homosexuales su condición masculina. La contra-imagen que ofrece esta cultura no siempre es signo de una subversión total. Sí lo es cuando, sin menospreciar a la mujer, se vincula la homosexualidad con la virilidad, como en el caso de Whitman.
La analítica de la homosexualidad plantea, además, dificultades adicionales. Reyero, por ejemplo, tratando de demostrar que la masculinidad no puede asimilarse a la heterosexualidad, destaca los componentes homoeróticos en muchas imágenes que no pertenecen a la cultura homosexual. Este procedimiento es altamente discutible, pues corre el riesgo de falsear la percepción histórica que se quiere reconstruir, al introducir parámetros propios de nuestra época. Creo conveniente distinguir aquí tres niveles hermenéuticos con relación a la visualidad del tema: a) la homosexualidad manifiesta (Winckelmann, Whitman, amores masculinos mitológicos, arcadismo); b) la homosexualidad críptica, es decir, una lectura secundaria realizada sobre imágenes no-homosexuales de acuerdo con un código epocal (relectura de pintores renacentistas como Boticelli o Leonardo o el tema de San Sebastián) y c) la homosexualidad supuesta, o sea, la que se atribuye en base a la investigación o a hipótesis psicoanalíticas (Gericault, Moreau, Lord Leighton). Esta discriminación nos permite evaluar mejor las obras en cuestión, puesto que en los niveles a) y b) es lícito hablar de elementos contestatarios, cosa que nos sucede necesariamente en el último caso.
Las insuficiencias del modelo
Distinguir cultura patriarcal de cultura masculina puede ser muy útil en el estudio de los siglos XIX y XX, donde se producen crisis muy visibles del rol masculino. Es probable que fuera de este período la cultura masculina tienda a coincidir con la patriarcal. Sin embargo, ya se habla de la crisis masculina de los siglos XVIII en Francia e Inglaterra (Badinter). Y las polémicas entorno a la cultura de los trovadores y las cortes de amor, creo que también son un indicio de que estamos frente a un fenómeno inesperado y desconcertante en lo que concierne a la imagen del varón. Solo la profundización en la historia de la masculinidad dirá si esta distinción es limitada o si por el contrario merece desarrollarse.
Referencias Badinter, Elizabeth. XY. La identidad
masculina. Madrid. Alianza, 1993. |
Alteridades Artículos publicados en esta serie: (I) Las otras del "otro sexo" (Rita
Gutiérrez-Ros, Nº 118) |
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