Serie: Situaciones Límite (XLI)

El suicidio en Séneca

Luciano Elizaincín

 

La vida se ha presentado a muchos hombres como un oficio exigente y despiadado. En primer lugar el requerimiento de conservarla. Una vez asegurado esto, lo ganado puede convertirse en una pegajosa carga. No es extraño, entonces, que el suicidio haya sido desde siempre campo fértil para numerosas especulaciones.

Quaeris quo iaceas post obitum loco?
quo non nata iacent.

(¿Preguntáis en qué lugar yacerás después de muerto?
Donde yace lo que no ha nacido).

Séneca, Troyanas, vv. 407-408

A favor y en contra, las diferencias tradiciones han esgrimido los más variados argumentos. Y no es para menos: el suicidio es el instante que decide sobre todos los instantes. Además, el destino o paradero del suicida es una incógnita (Séneca nunca da una opinión última).

Schopenhauer sostiene que nadie con una pizca mínima de lucidez y ya al final de la carrera, desearía correrla de nuevo (si fuese posible tal opción). El monólogo de Hamlet se podría resumir así: nuestra condición es tan deleznable que la nada sería preferible -a consummation devoutly to be wish’d- si el suicidio no la proveyera.

Pero nunca sabremos si esa es la oferta verdadera. Siempre hay un gusano inmortal en nosotros que nos advierte que la muerte no es un aniquilamiento completo y definitivo.

El centro de este trabajo serán las epístolas 70 y 77 de Séneca. Ambas son un himno al suicidio. Pero antes sería interesante mostrar la posición de Platón en el Fedón y de Aristóteles en la Etica Nicomaquea. Luego la Stoa, donde quedará más clara la posición un tanto exagerada de Séneca como exponente atípico. Los epicúreos serán nombrados ya que existen pasajes de las cartas que tienen un parecido muy grande con el De rerum natura de Lucrecio.

Y para finalizar, la postura de un gigante posterior a Séneca situado al final de la antigüedad y representante del cristianismo: Agustín de Hipona.

Platón, Aristóteles y la Stoa

El suicidio es un hecho practicado y discutido en la antigüedad. Quizás por la influencia de Séneca lo veamos como un fenómeno estrictamente estoico. Para la doctrina oficial de la Stoa tanto la vida como la muerte son indiferentes. Se cuenta que Zenón, fundador de la escuela, al tropezar con una piedra, cuando salía del pórtico, contestó: "Ya voy ¿por qué me llamas?" Luego se dio muerte.

Aquí, al igual que en el Fedón de Platón, aparece la idea del "llamado" o la "compulsión". Platón rechaza el suicidio porque solamente los dioses deciden cuando debemos abandonar la vida. Pero deja esa pequeña puerta abierta: "…no es absurdo que uno no deba darse muerte a sí mismo, hasta que el dios no envíe una ocasión forzosa, como ésta que ahora se nos presenta." (Fedón, 62c).

Por lo tanto Platón, a pesar de que condena el suicidio, hace una excepción en el caso de que los dioses intervengan y lo soliciten expresamente. Es evidente que esta postura crea graves dificultades, ya que si el criterio de demarcación entre suicidio lícito e ilícito es únicamente el que nos da Platón, ¿cómo podremos fiscalizar para después juzgar? No hay manera de saber si el que se mató sintió el llamado o creyó haberlo sentido.

Agustín más tarde también se enfrenta a este problema. Pero lo que molesta a Platón y lo que trata de impedir es el suicidio por molicie y cobardía ante las dificultades de la vida. Más adelante veremos como también Séneca condena este tipo de suicidio, como un suicidio frívolo.

Aristóteles, en la Etica Nicomaquea, condena al suicidio como un acto que no afecta solo a la víctima sino también a la ciudad, y por lo tanto, debe ser castigado de alguna forma:

"Darse la muerte por huir de la pobreza o por achaques de amor o por alguna aflicción no es propio del valiente, sino más bien del cobarde. Molicie es huir de los trabajos y arrostrar la muerte no porque es glorioso hacerlo, sino por escapar del mal." (Etica Nicomaquea, 1116a). "Mas el que por cólera se da puñaladas, lo hace voluntariamente y contra la recta razón, lo cual no le permite la ley; por tanto, comete una injusticia. Pero ¿contra quién? ¿No diremos que contra la ciudad, y no contra sí mismo? Porque en cuanto a él, voluntariamente padece, y nadie sufre injusticia voluntariamente. Y por esto la ciudad castiga tales hechos, y cierto deshonor acompaña al que se destruye a sí mismo, estimándose que ha cometido una injusticia para con la ciudad." (Etica Nicomaquea, 1138a).

Pero a pesar de estas opiniones condenatorias y cuidadosas de la vida en comunidad, la prohibición no es absoluta. Como sostiene Rist "el suicidio se permite si está ordenado por el Estado (caso de Sócrates), si se está bajo la opresión de un dolor incurable o si uno se enfrenta sin defensas a una vergüenza intolerable. Estas razones son, de hecho, las que invocaban comúnmente la mayoría de los griegos que hablaban del suicidio y las mencionan personajes históricos o de ficción para dar bases a sus actos de autodestrucción." (Rist, 1969).

Ambigüedad frente al acto

Como se puede ver la actitud es un tanto ambigua: es mejor no cometer suicidio, pero existen algunos casos (que no serán los mismos para los diferentes autores) que justifican al suicida. Estos casos pueden ser el llamado de los dioses, la enfermedad, la deshonra, la condena estatal sin verdugo (Sócrates), etc. Se acepta un suicidio razonado en el cual los motivos otorguen un peso suficiente al acto.

Según los doxógrafos todos los primeros representantes estoicos cometieron suicidio: Zenón, Cleantes y Antipater de Tarso. El sabio, según los estoicos, debe perseguir el ideal de la autosuficiencia. Una vez que esto no es posible el suicidio quedaría justificado. Pero la muerte, como todas las otras cosas de este mundo, es algo indiferente, que solo puede ser justificada a través de la recta razón y de juicios serenos.

El problema radicaba entonces en resolver cuándo es razonable matarse. Para esto se debe tomar en cuenta las intenciones que llevan al acto. Pero en ningún momento el suicidio se convierte en tema central o en algo en lo que haya que pensar continuamente (meditare mortem) como pretende Séneca. Tampoco es visto (como hace Séneca) como el acto libre por excelencia. El suicidio es simplemente una posibilidad que no debemos desechar, una puerta que puede abrirse. Pero no es excluyente ser sabio y esperar la muerte sin adelantarla.

Situación personal de Séneca

En Séneca el tema se vuelve obsesión. Quizás se haya percatado en algún momento de que su discípulo-emperador no era algo controlable. No es nada fácil ser maestro de un hombre que tiene todo el poder y que se lanza en una espiral de asesinatos. Tampoco es sencillo ser uno de los hombres más ricos de Roma.

En las Epístolas se puede observar cómo el tema se hace cada vez más presente: la posibilidad del desenlace estaba cada día más cerca, la eventualidad de que Nerón ordene un suplicio y haya que apurar la salida, planea sobre las reflexiones de Séneca. La muerte ambigua de Burro (concessitque vita Burrus, incertum valetudine an veneno. Ann. XIV, 51) sienta un precedente inquietante. A partir de ese momento comienza una lluvia de acusaciones sobre Séneca.

Tácito cuenta en los Anales cómo un Séneca agotado y temeroso pide a Nerón ser relevado de sus funciones: "Así como en la milicia o en la ruta pediría ayuda si estuviese exhausto, así en este itinerario de la vida, ya viejo, e incapaz de los más leves cuidados, no pudiendo sostener más mis riquezas, pido ayuda." (An. XIV-54).

La ayuda es por supuesto negada. Séneca deberá seguir adelante. En los últimos tres años (62-63-64) de su vida se retira tanto como lo permite su situación y escribe las Epístolas. En ellas vemos a una persona que intenta convencerse de que podrá afronta la última escena con dignidad y que confía en una salida honrosa como el acto final que habrá de coronar una vida.

Además, en esta última obra Séneca está tan seguro de estar construyendo un monumento literario que le promete a Lucilio la inmortalidad de ambos por medio de las cartas (lo que recuerda al exegi monumentum aere perennius de Horacio): "la inmensa hondura del tiempo caerá sobre nosotros, pocos genios levantarán cabeza, y aunque habrán de partir alguna vez hacia el mismo silencio, resistirán al olvido y se librarán de él largo tiempo. Lo que Epicuro pudo prometer a su amigo, esto te lo prometo a ti, Lucilio. Obtendré el favor de la posteridad y puedo lograr que otros nombres perduren con el mío." (Ep. 21-5)

Ars vivendi-Ars moriendi

Luego, en una epístola bastante cercana a ésta, la 26, Séneca comienza a instruir a su discípulo en ese ars moriendi que se transforma en una monomanía. En esta primera exposición de la idea, Séneca defiende la tesis de que meditar en la muerte es meditar en la libertad. Parece por momentos llegar a afirmar que el suicidio per se nos convierte en hombres libres.

Es cierto que el suicidio nos libera de los constreñimientos externos pero nos quita la posibilidad de la acción moral futura así como desarrollar la habilidad de evitar la situación presente sin quitarnos la vida. Sus palabras dicen así: "Meditar en la muerte. El que dice esto, ordena meditar en la libertad. El que aprendió a morir, olvidó ser esclavo: está por encima o, por lo menos, fuera de todo constreñimiento. ¿Qué le hacen la cárcel, la guardia y los cerrojos? Tiene abierta la puerta. Una es la cadena que nos mantiene amarrados: el amor a la vida; impulso que no debe ser descartado pero sí reducido, de tal forma que cuando lo exijan las circunstancias, nada nos retenga ni impida que estemos dispuestos a realizar al instante lo que algún día debe ser realizado." (Ep. 26-10)

Los mayores como modelos

Dentro de este arte de la muerte existe un catálogo de héroes que, dado el momento, pueden servirnos como faros. El que Séneca más nombra es Catón de Utica, santo de los estoicos romanos, héroe de la república pisoteada. Habiendo fracasado todos sus anhelos terrenales, Catón puede, si quiere, abrir la puerta: lee el Fedón y se arroja sobre su espada.

Séneca en ningún momento habla de la "llamada" que veíamos en Platón o en el suicidio de Zenón. Simplemente reivindica el derecho que todos tenemos al suicidio. Y en la epístola 70 se ataca a los que niegan tal derecho.

La libertad tiene una fuerte carga negativa: colocarse en un lugar en el que podamos ser obligados a nada. Lo que debe tratar de evitarse a toda costa es que el curso de hierro de los acontecimientos quite todo valor a nuestra vida y, a pesar de eso, por temor a la muerte, pretendamos seguir en carrera (malum est in necessitate vivere, sed in necessitate vivere necessitas nulla est).

Y lo que debemos considerar no son la acumulación de días sino la sustancia de éstos; "No es un bien el vivir, sino vivir buenamente. Por lo tanto, el sabio vive cuánto debe, no cuánto puede. Juzgará dónde habrá de vivir, con quiénes, de qué modo, qué lo ocupará. Siempre piensa en la calidad de la vida, no en su cantidad. Si se presentan muchos percances y perturban la tranquilidad, se retira." (Ep. 70, 4-5).

En la epístola 77,6, Séneca trae a colación un argumento de cuño aristocrático. vivir es un bien de muchos, los demasiados viven, los animales viven. La muerte honrosa, en cambio, es cosa de unos pocos (aunque como después veremos, Séneca maneja algunos "sordidis exemplis"): "No es gran cosa vivir; todos tus esclavos, todos los animales viven; es importante morir honestamente, con prudencia, con valor. Piensa desde cuándo haces ya lo mismo: el alimento, el sueño, el sexo; se corre por este círculo. El deseo de morir puede sentirlo no solamente el prudente, el fuerte o el desdichado, sino también el hastiado." (Ep. 77-6)

Taedium vitae

En este consejo estoico aparece el círculo y el hastío, el taedium vitae, que parece haber sido un clima espiritual denso en los hombres de las clases altas del siglo I de nuestra era.

En un pasaje anterior (Ep. 24, 25-26) Séneca condena el suicidio cuya causa radica solamente en el tedio. Esto quizás nos indique que era practicado y estaba en boga en su época. En esta última cita, en cambio, parece quedar debidamente justificado una muerte precipitada por la hartura.

En el De rerum natura Lucrecio aconseja al que está harto del banquete que se retire. Pero antes de ir a estos dos pasajes, no cabe buscar una coherencia absoluta y libre de contraindicaciones dentro de los escritos de Séneca ya que no estamos ante un sistema. Lo que se nos ofrece son un par de ideas básicas (casi todas estoicas) como bajo continuo y las variaciones que Séneca realiza sobre ellas.

El salir de la vida con gran estilo, como lo hizo Catón, no es algo que deba ser banalizado por los que están cansados de sí mismos: "El varón fuerte y sabio no debe huir a la vida, sino salir. Y ante todo evítese también aquel estado de ánimo, que atrapó a muchos: el deseo de morir. En efecto existe, Lucilio mío, como en otras cosas, también para morir, una inclinación imprudente del alma, que con frecuencia arrebata a varones nobles y de índole acérrima, a menudo a ignorantes y abatidos. Aquéllos desdeñan la vida, a éstos se les hace pesada. A algunos los atrapa el cansancio de hacer y ver las mismas cosas, no el odio sino el hastío a la vida, al cual nos abandonamos impulsados por la misma filosofía mientras decimos: "¿Hasta cuándo lo mismo? Despertaré, dormiré, me saciaré, tendré hambre, sentiré frío y calor: ninguna cosa tiene término sino que todas anudadas en círculo van y vienen. La noche oculta al día, el día a la noche; el verano termina en el otoño, al otoño lo persigue el invierno, el cual es detenido por la primavera. Todas las cosas pasan para regresar. No veo ni hago nada nuevo. Finalmente, estas cosas producen náuseas." Son muchos los que juzgan el vivir no amargo sino superfluo. (Ep. 25-26)

Quousque eadem

La idea del círculo y el cansancio que éste produce al vedarnos todo tipo de novedad y avance también está muy presente en Lucrecio. Cuando en su poema Lucrecio hace que la naturaleza le hable al individuo que se queja de su muerte, lo que describe fundamentalmente es su actuar en círculo y el catálogo limitado de placeres que puede ofrecer; una vez probamos todos, no puede ofrecer nuevos.

De ahí el paralelismo con el banquete: una vez que comimos todos los platos o nos retiramos o nos aburrimos. Pero quejarse y no salir es de mal gusto. El reproche magnífico de Lucrecio-naturaleza suena así:

"¿Qué es lo que te abruma tanto, mortal, para que te abandones en exceso a las penosas aflicciones? ¿por qué deploras y llorar la muerte? Porque si tu anterior vida te resultó agradable o si, por el contrario, como en un vaso agujereado y roto no rebosaron los placeres y perecieron sin provecho ¿por qué, insensato, no te retiras de la vida como el comensal satisfecho y emprendes el camino con ánimo calmo y sereno? Si has disipado aquellos frutos profusamente y la vida te es hostil ¿por qué pides añadir más tiempo a lo que acabará malamente y te hará morir desagradecido? Porque no existen nuevas formas de placeres que pueda idear o inventar para ti: todo es siempre lo mismo. Si tu cuerpo aún no está marchito por los años ni languidecen tus abatidos miembros, si prosiguieses venciendo con tu vida a todos los siglos y si nunca tuvieses que morir, no obstante todo permanecería idéntico." (De rerum natura, III, 933-949)

Un hombre al que se le diese más tiempo que al resto, que pudiese atravesar los siglos, estaría condenado a lo idéntico. Las fuerzas eternas de la naturaleza están siempre en movimiento y actúan incansablemente, de un modo siempre igual y con sujeción a leyes inmutables produciendo una regularidad tediosa. Por eso se le aplican aquellas dos preguntas con sus desalentadoras respuestas: Quid fuit-Quod est-Quid erit-Quod fuit.

El Jardín

En Séneca, en la epístola 77, también encontramos una dura condena de los programas totalmente hedónicos y la conciencia de que llevan a la bancarrota absoluta del individuo. Para Epicuro, al que Séneca cita en las primeras veinte cartas, el bien del hombre radica en el placer. Pero los placeres son algo que multiplican nuestros lazos de dependencia hacia las cosas de este mundo. Cosas que sufren de una fragilidad ontológica grande y que, en la mayor parte de los casos, no caen bajo nuestro control.

Por eso es interesante ver cómo un programa hedónico como el del Jardín termina en una especie de ascetismo moderado, una vez vislumbrada la mecánica del placer. De ahí que Epicuro distinga entre tres tipos de placeres y aconseje que elijamos aquellos que nos den el mayor grado de autonomía frente al mundo.

Existen placeres naturales y necesarios (comida y sueño), naturales y no necesarios (sexo), ni naturales ni necesarios (poder, fama, gloria, dinero). En esta sencilla enumeración queda claro que los que nos hacen menos libres son los últimos, ya que dependemos de muchos otros seres humanos para acceder a ellos y, además, son los más fáciles de perder.

El summun bonum, para Epicuro, consiste en poder conversar con unos pocos amigos selectos en un jardín soleado mientras los Dioses hacen lo mismo en sus intermundos sin ocuparse de nosotros. La muerte no debe angustiarnos ya que mientras nosotros somos ella no es y cuando ella se presenta nosotros ya no somos.

En las epístolas existen muchas alusiones explícitas de Séneca a Epicuro (tanto para alabarlo como para condenarlo). Séneca fustiga la vida de los romanos ricos que se desempeñan en una carrera loca de placeres para terminar al final insatisfechos, aburridos, solos y sin valor para matarse.

En esta reprimenda, que no está dirigida a Lucilio como a sus contemporáneos, vemos las fallas contra las cuales Epicuro y Lucrecio, antes que Séneca, nos ponen en guardia: "Conociste muy bien cómo sabe la ostra y el salmón; tu lujuria no te conservó nada intacto para los años futuros; y sin embargo, éstas son las cosas que se te quitarán contra su voluntad. ¿Qué otra cosa lamentarías que te fuese arrebatada? ¿Los amigos? ¿pero quién puede ser amigo tuyo? ¿La patria? ¿la valoras tanto como para cenar tarde? ¿El sol? Si pudieses, lo extinguirías. ¿Qué hiciste jamás digno de su luz? Confiesa que no es el deseo de la curia, del foro ni de la naturaleza el que te hace tan torpe para morir; con desgano abandonas el mercado en el que no dejaste nada sin probar." (Ep. 77, 16-17)

Ejemplos

Es interesante observar los "exempla" que Séneca utiliza tanto en la epístola 70 como en la 77 para dar más fuerza a sus razones y manías. En la 70 encontramos cinco ejemplos. En cada uno de ellos Séneca expone diferentes situaciones y analiza, condenando o alabando, la decisión tomada por los actores.

El primero es condenatorio: "Morir más pronto o más tarde no concierne al asunto; morir bien o mal concierne al asunto. Pues morir bien es huir al peligro de vivir mal. Por esto juzgo demasiado afeminada la expresión de aquel rodio, que siendo arrojado en una jaula por el tirano y alimentado como su fuere una fiera cualquiera le dijo a uno que lo aconsejó que se abstuviese de comer: "Todos los hombres," dijo, "mientras viven, deben tener esperanza." Aunque esto fuese verdadero, la vida no debe ser comprada a cualquier precio." (Ep. 70, 6-7)

Para Séneca, vivir por vivir no tiene valor alguno. Y menos en circunstancias como las de este ejemplo. La sobrevivencia en condiciones miserables no es vista como una virtud o como algo preferible frente a la muerte. Lo preferible en un caso como éste es la muerte, ya que las posibilidades de llevar adelante una vida buena (que para los estoicos es una vida acorde con la naturaleza) no resultan de ninguna forma viables.

El segundo ejemplo es el de un noble: Druso Libón. Este personaje, de vasta prosapia, participó en una conspiración contra Tiberio y, al saberse descubierto se dio muerte. Tácito cuenta en los anales que Tiberio, siempre impredecible, juró que lo habría perdonado si no se hubiese suicidado (iuravitque Tiberius petiturum se vitam quamvis nocenti, nisi voluntariam mortem properavisset. Ann. II, 31). Este personaje fue aconsejado de no llevar a cabo el suicidio, consejo que no atendió: "Porque si vive el que después de tres o cuatro días habrá de morir por decisión del enemigo, cumple un cometido ajeno." (Ep. 70-10)

Comentario que guarda un íntimo parentesco con el propio final de Séneca, aunque éste no haya practicado lo que se predica con el ejemplo de Druso Libón: Tácito cuenta en los Anales que Nerón envió sus sicarios a Séneca y la tan mentada libertad del filósofo consistió en elegir el método para salir de la vida (Illo propinqua vespera tribunus venit et villam globis militum sepsit. Tum ipsi cum Pompeia Paullina uxore et amicis duobus epulanti mandata imperatoris edidit. Ann. XV, 60).

Ejemplos humildes

Luego de estos dos primeros ejemplos, Séneca sigue adelante con su poderosa imaginación al referirnos los "sordidis exemplis", los ejemplos de la gente humilde.

Lucilio es advertido de que no solo los grandes caracteres tienen agallas para deshacerse de la esclavitud. También los esclavos y gladiadores escaparon a un lugar seguro. Cito los tres ejemplos: "Recientemente, en el juego de las bestias, uno de los germanos, preparándose para los espectáculos matinales, se retiró a fin de evacuar el cuerpo; a ningún otro lugar apartado le es permitido ir sin custodia. Allí, aquel palo que, adherido a una esponja, es dispuesto a fin de limpiar la inmundicia, lo introdujo todo en la garganta y, obstruidas las fauces, expiró. Este hecho fue una afrenta para la muerte. Así, en suma, con poca limpieza y decencia. ¿Qué es más necio que morir con repugnancia?" (Ep. 70-20)

"Hace poco uno, siendo transportado entre la custodia al espectáculo matinal, se bamboleaba como si el sueño lo dominase, bajó la cabeza hasta introducirla en los radios y se mantuvo en su asiento hasta que el giro de la rueda le quebrase el cuello. En el mismo vehículo, en el cual era transportado al suplicio, huyó." (Ep. 70-23)

"En el segundo espectáculo de la naumaquia uno de los bárbaros hundió toda la lanza en su cuello que había recibido para combatir a sus adversarios. "Por qué, por qué," dijo, "no escapé hace tiempo a todo tormento y ultraje? ¿Por qué espero la muerte armado?" Este espectáculo fue tanto más brillante cuanto es más honesto que los hombres aprendan a morir que a matar." (Ep. 70-26)

Un suicidio-modelo

Todos los útiles ayudan al hombre que está dispuesto a morir. No hay excusas y las quejas no sirven de nada, ya que la vida no obliga a nadie a permanecer en ella.

Luego, en la epístola 77, Séneca nos cuenta la historia de Tulio Marcelino, que padecía una grave enfermedad. El suicidio de este personaje fue algo envidiable, una especie de adormecimiento, un pasaje suave al otro lado. Séneca, que pronto habrá de enfrentar algo parecido, señala que él ha tenido experiencias similares: "No fue necesaria la espada ni la sangre; por espacio de tres días se abstuvo y ordenó colocar en su misma alcoba un dosel. Después fue introducida una bañera en la cual se metió largo tiempo y el baño caliente lo debilitó gradualmente, no sin cierto placer, según decía, como el que suele causar un suave aniquilamiento no desconocido para nosotros que alguna vez debilita el alma." (Ep. 77-9)

Dudas sobre el tránsito

Hasta este momento se discute la forma de morir, el tránsito hacia el otro lado. Séneca establece cuáles situaciones son causa suficiente para el suicidio, qué métodos existen, qué ejemplos podemos usar como faros.

El suicidio no debe ser preferido a una vida buena. Pero cuando impedimentos exteriores o internos (enfermedad) nos priven de ella, la salida voluntaria se vuelve un "preferible", deja de ser "neutro", ya que nos ofrece la liberad colocándonos en un estado en que nada puede obligarnos.

Es cierto, o al menos altamente probable, que si nos matamos acabamos con los constreñimientos de esta vida terrenal. Pero ¿hacia qué vamos? ¿O simplemente no vamos porque ya no somos? Séneca es muy cauteloso y no se decide. Es una desgracia para nosotros que no nos hayan llegado sus últimas palabras, en donde quizás se haya explicitado más este punto: "Y abundante en elocuencia también en su último momento llamó a sus secretarios y les transmitió la mayor parte de lo que, por haber quedado grabadas en el vulgo con sus palabras, me abstengo de transcribir." (Ann. XV-63)

¿Habrá argumentado Séneca, como Sócrates después del trago amargo, a favor de una pervivencia en una forma de existencia superior? No lo sabemos. Nos quedan solamente pasajes de las cartas. Hay que tener en cuenta que, junto al estoicismo, la otra gran escuela helénica: el epicureísmo, sostenía que no existe nada inmortal en nosotros.

La vida es, para esta concepción materialista, un complejo corpóreo de átomos que por un tiempo se unen para disociarse más tarde. Se admiten dos partes del "alma": una irracional que se extiende por todo el cuerpo como fuerza vital, y otra racional, residente en el pecho, portadora de la inteligencia y la voluntad. Lucrecio los llama "anima" y "animus" respectivamente. Son dos porciones distintas pero unidas.

Nacen con el hombre cuando es concebido y envejecen con él. Cuando la muerte se presenta se disocian los átomos unidos en el cuerpo y una eliminación de los átomos del "animus". Antes de que el cuerpo haya desaparecido totalmente perece el "animus" que ya no puede ser retenido por el cuerpo. El alma del hombre individual y específico ya no existe, ha muerto para siempre.

Las partes separadas siguen existiendo, como sustrato material que es necesario para que sean posibles acoplamientos distintos de átomos en futuras configuraciones. Pero estas nuevas configuraciones nada tienen que ver con los muertos anteriores que han sido destruidos definitivamente. No existe ningún nexo de unión dotado de conciencia entre lo que sucumbe y lo nuevo.

Lo único que conserva una frescura inalterable son las fuerzas de la naturaleza, eternas e indestructibles. Nosotros, por un espacio breve de tiempo, somos usuarios de la materia sometida a estas leyes. Pero con nuestra muerte se nos quita lo único que nos mantiene en pie. Lucrecio lo resume en un verso hermoso: "La vida a nadie es dada en propiedad pero su uso se concede a todos." (De rerum natura, III-971)

Por eso Epicuro sostiene que la muerte no se refiere a nosotros. De esto deriva la labor terapéutica de la escuela. El hombre debe ser limpiado de temores vanos y falsos mitos. No existe el Aqueronte ni los castigos eternos. Antes bien, los mitos infernales deben ser vistos como las infamias que padecemos en vida (Atque ea nimirum quaecumque Acherunte profundo prodita sunt esse, in vita sunt omnia nobis. De rer. nat. III, 978-979). Esta inmanencia hace que en el presente y en esta vida, que nos es dado vivir solo una vez, se cifren todas nuestras esperanzas de dicha. El hombre debe saber administrar los bienes sensibles sin ignorar su mecánica y sus posibilidades. No debemos tener tinieblas eternas. La materia en su entorno juego inútil agota las posibilidades de este mundo. Y nosotros estamos adentro.

Rohde cree ver en esta cosmovisión tan influyente un fuerte rasgo de cansancio: "Así se expresa, con un suspiro de alivio, la gran fatiga que se apodera de una cultura arribada ya a la meta de su trayectoria, que no se plantea nuevos problemas y procura vivir con el menor esfuerzo posible, como tienen derecho a hacerlo los viejos. Esta época cansada de vivir no tiene ya la esperanza, ni tampoco, para ser completamente sinceros, el deseo, de alargar la existencia conciente hasta más allá de esta vida terrenal. Contempla, tranquila y serena, cómo va desapareciendo la vida a la que tanto apego tenía y se deja, sin sobresaltos, hundirse con ella en la Nada." (Rohde, 1894)

Indecisión de Séneca

En algunos pasajes Séneca se inclina a una posición epicúrea y cree que la muerte aniquila completamente al individuo. En otros, vacila entre un final o un tránsito. Finalmente, a veces expresa confianza en la supervivencia personal.

En un pasaje un poco desdeñoso del epicureísmo de la epístola 24, donde Séneca se atribuye a sí mismo más lucidez que los demás, dice: "No soy tan inepto como para que siga en este lugar la cantilena epicúrea y diga que el miedo de los infiernos es vano, que la rueda de Ixión no gira, que la roca en el hombro de Sísifo es empujada hacia el lado opuesto, que las vísceras de alguien puedan cada día ser devoradas y renacer. Nadie es tan niño como para que tema a Cerbero, a las tinieblas y al espectro vestido con huesos desnudos. La muerte nos destruye o libera. Liberados subsiste lo mejor, arrojada la carga; destruidos nada resta al ser separados parejamente de las cosas buenas y malas." (Ep. 24-18)

Unas epístolas más adelante, en la 65, Séneca vuelve a plantear otra dicotomía dentro de la cual su intelecto se veía atrapado. Aquí se señala que la muerte es un final o un tránsito. Pero al igual que en la cita anterior, si razonamos serenamente, ambas posibilidades producen tranquilidad: "La muerte es sin duda o fin o tránsito. Ni temo acabar, porque es lo mismo que no haber comenzado; ni pasar al otro lado, porque en ningún lugar existiré de modo tan estrecho." (Ep. 65-24)

Finalmente, en un pasaje de la epístola 1092, Séneca acaricia la idea de la inmortalidad personal. Pasaje con sabor platónico: el alma es algo que, aprisionado por la carroña del cuerpo, puja por salir y volver a su elemento esencial: la eternidad. Enfrente estarán los arquetipos y esplendores; en ese instante, por fin comprenderemos: "Ese día, que temes como el último, es el nacimiento a la eternidad. Deja la carga. ¿Por qué vacilas como si no hubieses salido ya antes y abandonado el cuerpo en el que te ocultabas? Estás adherido y te resistes: también entonces fuiste expulsado con gran esfuerzo de la madre. Gimes, lloras: y este llanto es propio del que nace. Pero en ese caso debías ser perdonado. Habías llegado ignorante e inexperto de todas las cosas: arrojado de la protección cálida y suave de las vísceras maternas sopló un aire más libre. Después te molestó el tacto de una mano dura, y aún delicado, e ignorante de toda cosa, permaneciste atónito entre lo desconocido. (…) Algún día se te revelarán los arcanos de la naturaleza, será disipada esa oscuridad y una luz clara atravesará en todos los sentidos." (Ep. 102, 26-28)

Para Séneca entonces, en algunos momentos, la creencia en la inmortalidad es un pensamiento hermoso, incluso un sueño hermoso: al comienzo de esta epístola 102 Séneca menciona que estaba entregado a esas disquisiciones y fácilmente inclinado a creer en la opinión de grandes hombres que habían prometido más que demostrado la inmortalidad del alma (Credebam enim facile opinionibus magnorum virorum, rem gratissimam promittentium magis, quam probantium. (Ep. 102, 2). No mucho tiempo después de escrito esto, Séneca pudo afrontar la muerte y, por fin, despejar todas las incertidumbres.

Nueva cosmovisión: el cristianismo

Como mencioné más arriba, no existe una teoría única del suicidio en la antigüedad, ni siquiera dentro de la misma escuela estoica. Es cierto que existen presupuestos comunes no explicitados muchas veces, pero Séneca es un ejemplo de exponente original, en gran parte por su circunstancia sui generis.

Es interesante, para cerrar este trabajo, mirar hacia Agustín, que en su Civitas Dei (que es una especie de gran enciclopedia de la antigüedad donde se discuten todas las escuelas desde el cristianismo) asume una posición condenatoria del suicidio y critica los grandes ejemplos y presupuestos estoicos.

Agustín, que fue uno de los espíritus más delicados de Occidente, trabaja con toda la tradición anterior a él y, al mismo tiempo, la supera desde la nueva cosmovisión que se abre paso inexorablemente.

En el libro I, 16-27 Agustín arremete contra la muerte voluntaria, sorprendido por las vírgenes que al ser violadas durante el saqueo de Roma se dieron muerte. El punto de partida son las Sagradas Escrituras y el mandamiento Non occides. Este imperativo, razona Agustín, no especifica que no se deba matar únicamente al prójimo sino a cualquier ser vivo en general. El que se mata a sí mismo está matando a un ser vivo. Por lo tanto el suicida comete el pecado de homicidio.

Agustín maneja una serie de contraejemplos bíblicos: Judas, al colgarse, acumuló sobre el pecado anterior uno nuevo: no se dio a sí mismo la posibilidad del arrepentimiento ni de la penitencia. Además, cambia penas eternas por penas terrenales (que pueden y deben ser purgadas).

Sobre Job, hombre virtuoso, cayó desde el cielo una pestilencia inmunda; Job continuó firme en su puesto, soportando con paciencia su suerte y argumentando a favor de su causa en contra de sus amigos (Aunque Él me quitare la vida, en Él confiaré. Job 13:15). La valoración es diferente.

El cristianismo ve como virtuoso y fuerte el hombre que soporta todas las infamias en este peregrinar de de la vida. La salida racional ya no es más prueba de valor sino más bien de cobardía frente a la vida: "Aunque si consultares a la razón escrupulosamente no se denomina rectamente grandeza de alma, la de cualquiera que, no teniendo fuerza para soportar algunas asperezas o pecados ajenos, se destruye a sí mismo. Más bien se descubre una mente débil, que no puede soportar la dura esclavitud de su cuerpo o la necia opinión del vulgo. Debe ser declarada de mayor mérito el alma que, antes de huir, puede soportar una vida miserable y despreciar el juicio humano, sobre todo el vulgar, a menudo envuelto por la sombra del error, en comparación con la luz y pureza de la conciencia." (Civitas Dei, I-22).

Luego apunta sus baterías contra dos grandes ejemplos paganos: Lucrecia y Catón de Utica. La primera no pudo soportar el escarnio y la vergüenza que suponían para una matrona romana el haber sido violada. La avidez de gloria de esta romana (Romana mulier, laudis avida) no le permitió reflexionar que aunque dos personas son precisas para el acto, una sola cometió el adulterio (Duo fuerunt, et adulterium unus admisit). El segundo no soportó la victoria de César y se dio muerte.

Agustín percibe en estos paradigmas un exceso de orgullo. La humildad para aguantar los embates de la fortuna y la paciencia son virtudes nuevas que deben aniquilar las antiguas. Para discutir sobre el suicidio los cristianos deben observar sus ejemplos; esto es, los de las Sagradas Escrituras: "No lo hicieron los patriarcas, ni los profetas, ni los apóstoles, porque el mismo Señor Cristo cuando les aconsejó que si padecían persecución huyeran de ciudad en ciudad, pudo aconsejar que se hiciesen violencia a sí mismos para no caer en mano de los perseguidores." (Civitas Dei, I-22).

Agustín sin embargo, una vez que revisitamos los ejemplos clásicos y orientando nuestra vista a los sagrados, se enfrenta a un problema más arduo aún. Existieron santos que cometieron suicidio. La dificultad es patente. Agustín opta por ser cuidadoso (De his nihil timere audeo iudicare. Civitas Dei, I-26). Aquí nos volvemos a encontrar con la idea del "llamado" que al comienzo vimos en el Fedón y también en la anécdota de Zenón. Aparentemente es una idea que atraviesa por lo menos ocho siglos.

Si es el mismo Dios el que realiza el pedido no nos es lícito, dice Agustín, despreciar los mandatos de Aquél: "Por lo tanto el que escuche, que no es lícito matarse, hágalo, si lo ordena Aquél, cuyas órdenes no es lícito despreciar. Simplemente examine si el mandato divino vacila en alguna incertidumbre. Nosotros examinamos la conciencia por lo que oímos, no usurpamos el juicio de las cosas ocultas. Nadie sabe lo que sucede en el hombre, sino el espíritu del hombre que está en él." (Civitas Dei, I-26)

Al igual que en Platón, se deja una pequeña posibilidad. A diferencia de Platón, Agustín señala expresamente que carecemos de métodos para controlar si en realidad hubo "llamado" o no (cuestión que no creo que haya pasado desapercibida para Platón). Pero en Agustín, la privacidad del individuo en su diálogo con lo absoluto ha cobrado ya mucho más fuerza.

Por lo tanto ¿qué es lo que se prohíbe? El suicidio que es producto de nuestra libertad, de nuestro liberum arbitrium. El suicidio en el cual la responsabilidad cae exclusivamente sobre el actor.

Agustín al final del capítulo 26, resume su posición: "Esto decimos, esto afirmamos, esto aprobamos en todos los puntos: nadie debe inferirse una muerte espontánea queriendo huir a las molestias temporales, para que no caiga en las perpetuas; nadie por causa de pecados ajenos, a fin de no tener uno gravísimo propio el que no estaba mancillado por el ajeno; nadie por causa de sus pecados pasados, a causa de lo cual es más necesaria esta vida, para que puedan ser sanados con penitencia; nadie por el deseo de una vida mejor que se espera después de la muerte, porque no obtiene una vida mejor después de la muerte el culpable de su muerte." (Civitas Dei, I-26).

Final

La tradición cristiana prohíbe el suicidio. El hombre no debe arrogarse decisiones que no le corresponden como naturaleza creada y finita. Dios decide el momento en que dejamos de ser como también decidió nuestra entrada a la vida. Y, como señala Agustín, si pretende que lo hagamos con nuestras propias manos, debe mediar un aviso o llamado. La diferencia con Séneca es total. Este nos avasalla con una masa de elogios hacia la "salida racional" digna del sabio y de algunas personas comunes. Luego lo asaltan las dudas sobre lo que hay más allá. En este punto Agustín cuenta con una fe que da más respuestas.

Schopenhauer conjetura en su ensayo sobre el suicidio en Parerga und Paralipomena acerca de si el monólogo de Hamlet puede ser visto como el monólogo de un suicida. El punto en que nos deja es el inmovilismo.

Porque si pudiéramos estar totalmente seguros de que la muerte constituye la aniquilación total de nuestro ser y, considerando al mismo tiempo, la índole de este mundo, no deberíamos pensarlo dos veces. But there lies the rub.

Referencias

Agustín. La ciudad de Dios. Ed. Bilingüe, BAC, Madrid, 1958.
Aristóteles. Etica Nicomaquea. Porrúa, México, 1989.
Lucrecio. De rerum natura. Heinemann-Harvard University Press, 1953. (Loeb Classical Library).
Platón. Fedón. Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1992.
Rist, J.M. La filosofía estoica. Crítica, Barcelona, 1995.
Rohde, Erwin. Psique. FCE, México, 1994.
Schopenhauer, Arthur. Parerga und Paralipomena. Suhrkamp, Frankfurt, 1994.
Séneca. Epístolas morales a Lucilio. 2 vol. Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1994.
Séneca. L. Anaei Senecae Epistola. Lugdun. Batavo. Ex Officina Elserviriana, s/f.
Tácito. Anales. Obras de Cornelio Tácito. 4 vol. Ed. Bilingüe, Librería de L. Hachette y Cía., París, 1867.
Veyne, Paul. Séneca y el estoicismo. FCE, México, 1996.

 

 

 

Situaciones Límite

Artículos publicados en esta serie:

(I) Acerca del paciente terminal (Jorge J. Saurí, Nº 77)
(II) La comunicacion con el paciente terminal (Louise B.Popkin, Nº 78)
(III) El sabe que va a morir (Nº 79)
(IV) La muerte propia (Lucrecia Rovaletti, Nº 80).
(V) La muerte y sus actores (Paul Albou, Nº 82).
(VI) Morir y ver morir (Salomón Brainsky, Nº 83)
(VII) Para una etnología de la muerte (Daniel Vidart, Nº 84).
(VIII) Del suicidio y la violencia (Jorge J. Saurí, Nº85).
(IX) Ambigüedad existencial del suicidio (Bruno Callieri, Nº 86).
(X) Vida, muerte, inmortalidad (Daniel Vidart, Nº 87).
(XI) Violación sexual (E. Laverde Rubio, Nº 88)
(XII) Enfermedad y fábula (Oliver Sachs, Nº 89)
(XIII) Accidentes y suicidios (Edgardo Korovsky, Nº 90)
(XIV) Aborto: una historia (E. Laverde Rubio - C. Carvajal, Nº 91).
(XV) Intervención en la crisis (Raquel Baráibar, Nº 92/93).
(XVI) Aborto: aspectos psicológicos (E. Laverde Rubio - C. Carvajal, Nº 94).
(XVII) Aborto voluntario (Pablo Da Silveira, Nº 95).
(XVIII) Noticias de la vida (Herbert Daniel, Nº 96).
(XIX) Arte, una actividad suicida (Mario Pontes, Nº97)
(XX) Las metáforas del Sida (Arthur Kleinman, Nº 99)
(XXI) El aborto y el concepto de persona (Margarita M. Valdés, Nº 100)
(XXII) Agresión y violencia social (Freidrick Hacker, Nº 101).
(XXIII) Emergencia Psiquiátrica Ambulatoria (Carlos Engelman, Nº 106)
(XXIV) Embarazos en adolescentes (E. Laverde Rubio y cols., Nº 108).
(XXV) Un suicida romántico: Werter (Mario A. Silva García, Nº 110)
(XXVI) Madres adolescentes (E. Laverde Rubio y cols., Nº 112)
(XXVII) El suicidio: Las definiciones (Mario A. Silva García, Nº 113).
(XXVIII) Dignidad de morir (Luisa Popkin, Nº 115).
(XXIX) "Calidad de vida" en enfermos y discapacitados (Luisa Popkin, Nº 119).
(XXX) Lo que vi después de mi muerte (Alfred J. Ayer, Nº 122)
(XXXI) Ronald Laing y la Antipsiquiatría (Ingrid Reichman, Nº 126)
(XXXII) El paciente renal (Alcira Martoreli, Nº 130)
(XXXIII) Suicidio y contexto (Emilio Ichikawa Morin, Nº 134)
(XXXIV) Suicidio en la tercera edad (Csilla Csiszar, Nº 135)
(XXXV) Trasplantes: ciencia y mito (Alicia Martorelli, Nº 148)
(XXXVI) Accidentes en bebes (Edgardo Korovsky, Nº150)
(XXXVII) Ante la muerte propia (Alcira Martorelli, Nº 160)
(XXXVIII) Eutanasia. Un enfoque psicoanalítico (Eduardo Laverde Rubio, Nº 166)
(XXXIX) Sexual y transexual (Jan M. Broekman, Nº 171)
(XL) Fertilidad asistida. Un enfoque psicoanalítico (Rosario Allegue y cols., Nº 175)

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